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13.6.04

La sociedad multiétnica


GIOVANNI SARTORI. El pensador y escritor italiano, galardonado este año con el Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, es uno de los grandes precursores de la ciencia política, un experto en los problemas actuales de los sistemas democráticos y de los cambios que se producen en Europa debido a causas como la ampliación o la emigración.
Profesor emérito en la Universidad de Columbia, en Nueva York, profesor de la Universidad de Florencia en su Italia natal, gran opinador en L'Espresso y el Corriere della Sera, es miembro de la Accademia Nazionale dei Lincei y de la Academia Americana de Artes y Ciencias. Es, además, doctor 'honoris causa' por varias universidades, entre ellas las de Génova (Italia), Georgetown (EEUU), Guadalajara (México), Buenos Aires (Argentina) y la Complutense de Madrid, por la que fue investido el 8 de mayo de 2001.


Autor de algunos de los libros clave en la ciencia política de las últimas dos décadas en todo el mundo, como Qué es la democracia, Partidos y sistemas de partidos, Teoría de la democracia, Ingeniería constitucional comparada y Homo videns, Giovanni Sartori se ha volcado siempre, con la valentía que le caracteriza y sin complejos mediocres y ansias de agradar, sobre las grandes cuestiones que marcan la vida y el debate en las sociedades modernas.
Cómodo no ha sido nunca su pensamiento para nadie, y eso le divierte mucho a este intelectual combativo y vital a sus 77 años.

Ha escrito algunos de los más respetados ensayos sobre cuestiones constitucionales y problemas de la democracia, desde las amenazas distorsionantes de las diversas leyes de repartición de las partículas de la voluntad popular en las elecciones hasta las graves interrogantes que plantea la omnipresencia de los medios, y los poderes que tras ellos se ocultan, en el debate político.

Considera que Silvio Berlusconi es una amenaza grotesca pero muy seria para la democracia italiana, pero también que el pietismo católico izquierdista está generando inmensos riesgos para el pluralismo. Cree que la ética de los principios es una máxima en el comportamiento de la persona, pero también que la ética de la responsabilidad debe primar en aquéllos que tienen mandato político y social y están obligados a calcular, sopesar y prever las consecuencias de sus actos.

Considera que la sociedad pluralista puede morir de buena voluntad, falta de sentido común y reflexión serena. Porque individualmente, dice, podemos y debemos guiar nuestra conducta según nuestras convicciones y principios íntimos, pero los responsables de la cosa pública han de subordinar sus afectos a la responsabilidad de evaluar las consecuencias de sus actos para toda la sociedad.
Y esto echa en cara a los políticos de Europa y EEUU. Y lo que le granjea las críticas, cuando no las iras, de colegas, bienpensantes, filántropos profesionales, políticos humanitaristas y colectivos occidentales de vocación tercermundista

La sociedad multiétnica
Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros

Este libro habla de la buena sociedad. Es un tema crucial de la teoría política, que se ha vuelto a poner en discusión por la presión migratoria sobre Europa, por la crisis del melting pot americano y por la doctrina del multiculturalismo.

Para Giovanni Sartori la buena sociedad es la sociedad abierta que él interpreta –a partir de un lúcido análisis histórico que otorga fuerza y originalidad a esta obra- como una sociedad pluralista basada en la tolerancia y en el reconocimiento del valor de la diversidad.
Un análisis del que resulta que el multiculturalismo no es una extensión y continuación del pluralismo sino, por el contrario, su negación. Porque el multiculturalismo no persigue una integración diferenciada, sino una desintegración multiétnica.

A partir de esta premisa el libro se pregunta hasta qué punto la sociedad pluralista puede acoger sin disolverse a “enemigos culturales” que la rechazan. Porque todos los inmigrantes no son iguales. Y porque el inmigrante de cultura teocrática plantea problemas muy distintos del inmigrante que acepta la separación entre religión y política.

El análisis teórico sirve aquí para encuadrar los problemas prácticos que comentaristas y políticos están afrontando con inconsciente ligereza.
Y es que Sartori no se deja hechizar por los lugares comunes de lo "políticamente correcto".

La obra del pensador italiano Giovanni Sartori que aquí recensionamos ha tenido, desde su aparición hasta el día de hoy, amplia repercusión en el debate intelectual sobre el multiculturalismo y la inmigración, tanto en Europa como en Norteamérica. Las opiniones vertidas en la misma, a contracorriente de lo que muchos intelectuales, sobre todo progresistas, vienen manteniendo, adoptan un tono tremendista cuando no apocalíptico, razón del enorme eco alcanzado, sin demérito de los argumentos que sustentan dichas opiniones.

En el prefacio de la obra, el autor declara que el libro trata sobre la teoría de la buena sociedad, a la que identifica como plural desde un punto de vista social y cultural por excelencia, con el objetivo de desmontar el argumento que trata de derivar el multiculturalismo a partir del pluralismo cultural (p. 7).

Las sociedades occidentales tienen actualmente planteado un problema fundamental, la presencia de “extranjeros” o “extraños” en su seno, lo cual se observa en las reivindicaciones multiculturalistas en Estados Unidos o Canadá y en la presión migratoria en Europa.
El problema se concreta en cómo integrar a los extranjeros, personas con culturas, religiones o etnias muy diferentes a las que predominan en las sociedades occidentales. Lo cual va unido al miedo de los autóctonos hacia aquellos extranjeros que defienden su acervo cultural desde una postura fundamentalista.

Así queda planteada la problemática. En la primera parte de la obra, titulada “Pluralismo y sociedad libre”, propone Sartori hacer una caracterización de la sociedad occidental como la deseada buena sociedad, parte para ello de las ideas de Popper sobre la sociedad abierta.
La sociedad occidental es abierta en tanto que basada en el estado liberal (de individuos libres), la tolerancia y el aperturismo histórico hacia las diferencias. Este tipo de sociedad, se pregunta el autor, ¿es capaz de incluir una sociedad multicultural y multiétnica?

Para Sartori, la tolerancia se encuentra en el origen del estado liberal de derecho frente al estado antiguo y frente al absoluto, en los que prevalece la unanimidad.
Desde dicha tolerancia, el estado moderno liberal se abre a la afirmación de la pluralidad como un valor propio, aceptando la diversidad y el disenso como hechos sociales que concluyen en el consenso.
Recurre nuestro autor al ejemplo de la pluralidad de partidos políticos como producto real del ideal pluralista de las sociedades liberales (p. 25). Se cuida, sin embargo, de identificar pluralidad y pluralismo, al afirmar que la existencia de la primera no implica la existencia del segundo.

El ideal pluralista se caracteriza por defender la tolerancia, la variedad como factor enriquecedor, la discrepancia y el cambio de la sociedad, pero sobre todo que en ella prevalezca la secularización.
En este sentido, pudiera coexistir con la multiculturalidad de las sociedades actuales, pero no con el multiculturalismo intolerante y agresivo.

Por otro lado, el pluralismo social se opone a la igualdad total sobre la idea de la complejidad estructural de cualquier sociedad.
A nivel político, el consenso sobre las reglas de participación en la resolución de conflictos sociales se completa con la legitimidad del conflicto pacífico de intereses que alcanza al fin el consenso, entendido como acuerdo logrado desde posiciones diversas.
Acoge también, la “regla de la mayoría” cuando se aplica razonablemente sin lesionar los derechos de las minorías.

Por lo tanto, la sociedad occidental es cultural, social y políticamente plural como consecuencia de un proceso histórico que ha estado guiado por el ideal pluralista y en este sentido, critica el autor el intento artificioso de construir una sociedad plural de un día para otro.

Además, una comunidad sólo es plural cuando existen en ella líneas de división que separan los aspectos social, religioso, económico o político.
Rechaza Sartori, en consecuencia, las identidades culturales que tratan de hacer de la sociedad una estructura holística, sin fisuras y tan rígida que impiden la diversidad que surge como consecuencia del ejercicio de las libertades, por la vía impositiva de pautas culturales y sociales a los demás, o que, ante la imposibilidad de tal hecho, se aíslan en su uniformidad.

La sociedad pluralista trata de recuperar el sentido de comunidad, que ya señalara Ferdinad Tönnies, lo cual se funda en la necesidad de una alteridad identitaria, es decir, en la construcción personal de la identidad por referencia a una comunidad, que se considera como la propia, frente a otras identidades correspondientes a individuos identificados como pertenecientes a otras comunidades. “...nosotros somos quienes somos, y como somos, en función de quienes o como no somos” (p. 48), asevera Sartori.

Compara la experiencia de Estados Unidos y de Europa respecto a la constitución de una sociedad plural, resaltando sus diferencias. La primera presenta un contexto migratorio a modo de crisol que no es trasladable a Europa.
En ésta, los flujos migratorios están produciendo ciertas contranacionalidades que se oponen a las culturas nacionales plenamente establecidas, lo cual justifica la reacción compleja de los autóctonos en formas de defensa del trabajo, xenomiedo, xenofobia y racismo.
El fundamento del rechazo, piensa Sartori, se encuentra en la incompatibilidad del fanatismo cultural-religioso de algunos de los inmigrantes, sobre todo los procedentes de países islámicos, y el pluralismo, hasta el punto de que aquel niega los principios del estado liberal eliminando la reciprocidad como clave de la convivencia.

La segunda parte lleva por título “Multiculturalismo y sociedad desmembrada”, y se centra en el análisis de tal corriente de pensamiento y su compatibilidad con el pluralismo.

Defiende nuestro autor que el pluralismo es opuesto al multiculturalismo en la medida en que acepta la diversidad pero junto a ella coloca la asimilación necesaria para integrar, sin que por ello defienda la homogeneización cultural y social, integración, que piensa él, asegura la cohesión social.

El multiculturalismo, por su parte, rechaza el reconocimiento recíproco de todos los individuos y grupos dentro de la sociedad, haciendo prevalecer la separación sobre la integración.
El principal problema del multiculturalismo, a los ojos de Sartori, es que su defensa radical de la diversidad conlleva la fragmentación social, imposibilitando la convivencia pacífica en el ámbito de cualquier comunidad. Recurre nuevamente al ejemplo de la pluralidad de partidos políticos, diversos para aumentar la representatividad, pero no tan aislados que hagan imposible la gobernabilidad.

De los autores multiculturalistas mencionados, Wohlin, Walzer, Guttman y Taylor, profundiza en la teoría de este último, quien plantea la defensa de la identidad cultural de ciertas minorías recurriendo al reconocimiento, pero también a la “affirmative action”, consistente en discriminar para mantener las diferencias.

A su vez, a Sartori le parece que Taylor da un salto en el vacío cuando de la opresión que sufren los miembros de tales minorías deriva su depresión, frustración o infelicidad vital. Además, pregunta Sartori si son todas las diferencias que se deben tener en cuenta, llevando al argumento contrario hacia el callejón sin salida del absurdo.

En resumen, para el pensador italiano, el multiculturalismo en esencia es una estrategia ideológica que transforma en reales una identidades potenciales, aislándolas como en un gueto (p. 89), surgiendo así el racismo, cuando lo que se pretendía era eliminarlo.
En realidad, se trataría según el autor de una cuestión de discriminación social, que planteada en términos multiculturalistas condena a la comunidad pluralista al fracaso, porque niega la igualdad necesaria de todos los ciudadanos ante la ley que preconiza el estado liberal. Advirtiendo, pues, del peligro de destrucción social que una ciudadanía diferenciada supondría.

A continuación, analiza la creciente inmigración en Europa, haciendo radicar en “el efecto llamada”, que pueden ejercer los que ya están aquí, el peligro de invasión.
Peligro que apunta directamente a los inmigrantes islámicos, a los que considera inintegrables por identificar ciudadanía y creencias religiosas.
A modo de conclusión Sartori establece que el multiculturalismo en Estados Unidos reivindica el reconocimiento de la identidad de minorías internas, mientras que en Europa, de lo que se trata es de salvar la identidad del estado-nación de amenazas externas.

En definitiva, se distinguen porque el pluralismo basa en la asociación voluntaria el sentido de pertenencia social, y el multiculturalismo, al contrario, en la asociación involuntaria. El primero establece múltiples líneas de división social, atenúa las identidades y enriquece en la diversidad, mientras que el segundo, neutraliza las líneas de división social, refuerza las identidades grupales y supone, en suma, el desmantelamiento de la sociedad. En consecuencia, no es el multiculturalismo el digno heredero del pluralismo cultural, como algunos nos quieren hacer ver, sino el interculturalismo.

1 comentario :

  1. Anónimo21/11/07

    LA NUEVA RELIGIÓN (del rebaño)


    Asistimos hastiados, entre la repugnancia intelectual de algunos y la cretina complacencia (cuando no la grosera satisfacción) de otros muchos, al triunfo casi indiscutido de la dictadura de lo políticamente correcto; una verdadera inquisición contra toda manifestación de reflexión independiente, una censura implacable contra todo atisbo de opinión divergente: la conjura de los necios contra cualquier forma de pensamiento adulto, cabal reflejo de esa anorexia cerebral generalizada, cuyas funestas consecuencias ya avizoramos con espanto en el horizonte de nuestra irrefrenable decadencia.

    Vemos imponerse, con la arrogancia de una vociferante ignorancia y el brío de un fanatismo avasallador que es la expresión más sincera de ese nuevo progresismo deslavazado y pánfilo reverenciado como la religión de nuestros días, la entronización de peregrinos dogmas como la igualdad de las culturas, la equivalencia de las civilizaciones, la hermandad universal de pueblos y razas, y otras desafinadas gaitas del mismo palo (música de fondo: “We are the world, We are the children”), como si todo fuera lo mismo y valiera por igual: los griegos del Partenón y los cafres del Monomotapa, los constructores de catedrales y los reductores de cabezas, San Juan de la Cruz y el penúltimo chamán embrutecido de Mongolia Exterior. Beethoven y King Africa, Marie Curie y la mujer-jirafa ¡todos cogidos de la mano!

    Desde las cátedras de una prepotente incultura venerada como los Santos Evangelios, por esa izquierda simplona de seso jibarizado, se proclama con una falta de complejos admirable y una imbécil alegría, un nivelamiento general por decreto de la humanidad que es un insulto a la inteligencia y a la razón. Piedra angular del pensamiento único y pusilánime actualmente vigente es la exaltación perversa de todo aquello que ha supuesto en tiempos pasados y aún presentes, un freno, un revés o un impedimento al progreso, al desarrollo, al florecimiento del genio humano: una revisión en sentido negativo de nuestra historia, un radical cuestionamiento de nuestros valores, ideales, logros, creencias, reglas morales, costumbres sociales y patrones culturales como europeos, cristianos y occidentales (en suma, como pueblos y naciones civilizados), un ataque masivo contra nuestra doble herencia grecorromana y cristiana, una negación de nosotros mismos, un repudio total de nuestras más profundas esencias, una frenética manía autoflageladora acompañada por una inquietante fascinación y un vocinglero entusiasmo por los olores de la barbarie y el caos, el salvajismo y la maldad.

    Fruncir el ceño y hacer muecas de asco cuando se trata de la historia y la cultura europeas es el “no va más” de la progresía actual. Amar sin reservas y ensalzar con devoción las lacras del Tercer Mundo y despotricar contra nuestra casa limpia y ordenada es la Biblia de los paladines de ese cosmopolitismo corruptor, una manada de papanatas entregados con una pasión enfermiza y una saña hotentote a una empresa de acoso y derribo de cuanto hay de bello, noble, decente y sagrado. Cuanto más grueso sea el esputo lanzado, generalmente con más odio que puntería, contra la Civilización del hombre blanco europeo, más medallas y galones se gana en este absurdo y grotesco campeonato antioccidental que lleva a cabo este balante rebaño de seudointelectuales de pensamiento chirle y casero, cuya máxima aspiración vital parece consistir en impresionar al personal con un patético discurso de un raquitismo ideológico y una miseria intelectual que asombran y que consiste en un popurrí incoherente de consignas de boys-scouts, lemas de revolucionarios de vermut y tapitas y aforismos para porteras. Hay más inteligencia y cordura en el rebuzno de un asno que en el cacofónico cacareo de esa puerilizada caterva lanzada cuesta abajo en la resbaladiza pendiente de su disentería mental.

    De creer a estos adalides de la uniformidad a ultranza –por abajo–, la historia europea, su esencia, su espíritu, su legado, sería solo error y desatino, crimen y aberración. El Paraíso, nos dicen los heraldos de la ofensiva antieuropea, esas “almas bellas” dedicadas en cuerpo y alma a todo cuanto hiede y mancha, está donde siempre estuvo: allende las fronteras cristianas de Europa. Los campeones de la demagogia igualitaria, los apólogos de esa calamidad llamada multiculturalismo (el nuevo opio de los bienpensantes, el último juguete de la beatería progre, el caballo de Troya de la quinta columna antioccidental) pretenden vendernos este corrompido producto. Nosotros, en cambio, podemos no comprarlo.

    La lucha de las luces del racionalismo y la luz del Cristianismo (unidas en una común antorcha que ilumina nuestra época nocturna) contra las tinieblas que intentan cubrirnos con su manto de oprobio, es una guerra que se puede perder, pero es un combate que no podemos rehuir. La defensa del humanismo ilustrado y el universo moral cristiano, que son los dos pilares fundamentales de nuestra alta Civilización, es un deber inexcusable, aunque su desenlace pueda no sernos propicio. "Il n´est pas nécessaire d´espérer pour entreprende ni de réussir pour persévérer". (*)

    “Se abren tiempos de rebelión y cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres”.

    (*) ("No es necesario esperar para emprender ni tener éxito para perseverar")

    A.P.D

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