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4.6.06

El integrismo islámico. Formas actuales

No tengo por costumbre dar consejos a los lectores, pero en esta ocasión encuentro necesario recomendaros la lectura de este artículo que resume muchos de los textos expuestos en este Blog, a pesar de reconocer que el texto parece extenso lo cierto es que a medida que comienzas a meterte de lleno en su lectura, nace un interés inmediato por todo lo que el autor expone de forma respetuosa y de veracidad contrastada, espero que esta lectura os resulte interesante y didáctica.
Con estas líneas sólo pretendemos proporcionar información y ayudar a comprender el momento presente, que tanta relación guarda no sólo con momentos del pasado sino con las constantes sociales mantenidas en una determinada sociedad, en este caso la islámica.

A raíz de los procesos de descolonización del siglo XX, y de la sensación generalizada de fracaso histórico de los europeos como colofón de la Segunda Guerra Mundial, se ha desarrollado en Occidente un revisionismo –no meramente inmisericorde e hiperautocrítico hasta el ridículo- que ha concentrado sus condenas en el desmontaje minucioso y absoluto, mediante el descrédito, de todo nuestro sistema de valores.

La autocrítica constituye una buena vía para la superación y la evitación de errores antiguos, pero cuando se limita a vaciar de contenido moral a nuestras sociedades, desconociendo o triturando cuanto son y valen, el efecto real que se produce es la cesión gratuita de inmensos espacios de la vida y el imaginario humanos, que corren a ocupar de modo automático otros sistemas de valores cuya superioridad está por demostrar.

Creo no descubrir nada sorprendente si señalo que ésa es la situación actual entre nosotros respecto al islam, y, por lo tanto, parece más que necesario un reequilibrio realista, bueno para todos (españoles y árabes, cristianos y musulmanes), en la medida en que devolvemos su lugar a los acontecimientos y prescindimos de la imagen, porque ésta ha conseguido prevalecer sobre la realidad y constituir otra, virtual, que termina desplazando en los pensamientos y actuaciones humanos a la verdad de los hechos.

Es la técnica básica de toda publicidad: se repite cientos o miles de veces un lema cualquiera, una idea fuerza o una sugerencia, por descabellada que sea, y ésta anida en la conciencia colectiva y crea su propia “verdad”: así es porque así se dice. Tristísimos ejemplos recientes en la sociedad española me eximen de insistir más en este punto.

A la pregunta “¿Qué entendemos por islam?” es preciso responder que se trata de un sistema de creencias, en general elementales, asociado inextricablemente con una forma de vida generada a partir del Corán y de tradiciones orales del mismo Mahoma, anécdotas cuya autenticidad se fijó dos o tres siglos después de la muerte del Profeta, con las oscilaciones, interpolaciones y fiabilidad consiguientes que se puede imaginar. Solamente Al-Bujari llegó a recopilar medio millón de estas historietas, de las cuales admitió como auténticas unas dos mil.

A estas alturas ya es indiferente que esos dos mil hadices sean o no verdaderos (por otra parte, no hay forma de probar, o no, su veracidad); lo decisivo es que conforman, junto con el Corán, todo el corpus legal, consuetudinario, moral e ideológico de la xari’a, que no es un código compilado sino un conjunto de normas aceptadas e interpretadas por los muftíes, los jurisconsultos que emiten las fetuas.

El islam es din wa-dawla, religión y Estado a un mismo tiempo, y ese es el modelo que buscan e intentan imponer los grupos islamistas, quienes rechazan cualquier atisbo de libertad del ser humano (en especial como ente autónomo y libre, con independencia de su pertenencia a un determinado grupo) y por tanto su capacidad para generar formas políticas ajenas a la revelación divina del Corán.

En concreto, la democracia sufre de la condena y el rechazo del islamismo por no someterse a la voluntad divina y funcionar de manera independiente, sin someterse. De nuevo recordamos que islam en árabe significa “sumisión”. En el fondo, esta obligatoriedad de adscripción formal y moral del individuo a un grupo para poder ser tomado siquiera en consideración y tenido como sujeto de derecho y de derechos se remonta a la ideología y los hábitos de relación de las tribus preislámicas y a las necesidades de dirección y control de la comunidad musulmana por parte de Mahoma mientras vivió, ideología calcada y difundida por sus sucesores, los califas.

El individuo no cuenta como tal sino como miembro de una comunidad, y ésta es la que interesa, la que decide y sobrevive imponiéndose. La supuesta “tolerancia” (palabra y concepto ya de por sí discutibles: alguien que está por encima “tolera” a alguien que está por debajo) del islam con otras confesiones se impone mediante acuerdo o por la fuerza, pero con todo el grupo. Así fue históricamente y así se pretende continuar haciendo: “Los términos del pacto reconocían a estas comunidades cierta posición, una vez que ellos hubieran reconocido de manera inequívoca la primacía del islam y la superioridad de los musulmanes” (Bernard Lewis).

El Muqtabis de Ibn Hayyan refiere sobre el reinado glorioso de Abderrahman III: “Ahorrándonos en sus claros senderos la fatiga de pensar, disponiendo el gobierno de la comunidad y juntando la felicidad inmediata con la ulterior salvación (…) obligados a residir cerca del califa, para que la gente fuera una sola nación, obediente, tranquila, sometida y no soberana, gobernada y no gobernante”. Etcétera.

Por interés práctico nos vemos precisados a admitir el criterio de tolerancia, pues la alternativa es todavía peor y la relatividad se alza como la primera de sus características. Tiene razón B. Lewis cuando afirma: “Si comparamos el mundo musulmán de época medieval con las castas de la India al este o con el atrincheramiento del privilegio aristocrático en la Europa cristiana al oeste, el islam aparece efectivamente como una religión igualitaria” (dentro del mismo grupo, claro, no respecto a los demás súbditos), porque una frase muy repetida describe a los musulmanes como una comunidad aparte del resto de la humanidad (umma duna an-nas), lo cual conduce de modo inexorable a una división del género humano en dar al islam (casa del islam) y dar al-harb (casa de la guerra). La una es inviolable y no debe someterse a influjo ni presencia ajena de ningún tipo, y la otra es susceptible de acciones de cualquier clase a fin de someterla. Los acontecimientos del 11 de Setiembre en Nueva York y los del 11 de Marzo en Madrid constituyen un buen ejemplo de esta manera de entender las relaciones humanas.

El Corán, pese a ser la norma básica, no resuelve el problema de la intolerancia, pues en unos pasajes sugiere –o se interpreta así- indicaciones tolerantes (II,62; IX,6) y en otros afirma una intolerancia radical y absoluta, lo cual da pie para que el musulmán medio, no sólo los extremistas, apliquen unas formas de presión y segregación con los no musulmanes que nada tienen de tolerantes. De ahí las conversiones por interés económico y social (huir de las vejaciones a que se hallaban sometidos) que tanto facilitaron la difusión del islam.

En la actualidad, en los medios de comunicación y en la fraseología de los políticos se ha incrustado una obviedad cuyos fundamentos históricos o de la realidad presente nunca se explicita. Me refiero a la perogrullesca afirmación de que “no es lo mismo un islamista extremista que otro moderado (o musulmán a secas)”. Sin embargo, aparte del evidente recurso, o no, a la violencia, nadie explica cuáles son las notas definitorias y diferenciadoras entre unos y otros.

Cuando formulamos esta pregunta se produce un silencio y sólo se oyen balbuceos de obviedades, como la mayor o menor exageración de unos y otros en sus actitudes. Pero si –como dicen en mi tierra- encalcamos y pedimos detalles sobre puntos concretos, el silencio se hace eterno: la apostasía (irtidad), las relaciones entre hombre y mujer o la desigualdad entre creyentes y no creyentes –por no extendernos más- son cuestiones que quedan flotando y sin respuesta.

Pero lo verdaderamente grave no es la ignorancia de nuestros “expertos”, sino la inexistencia de criterios divergentes entre unos y otros musulmanes en esos y en otros aspectos cruciales: prohibición de matrimonios mixtos; prueba de un dimmi inválida ante un tribunal musulmán; menor valor del sometido en indemnizaciones (o venganzas de sangre); insultos como “mono”, “cerdo”, “perro” dirigidos a no creyentes que se hicieron convencionales; prohibición de usar nombres musulmanes para quienes no lo sean; consideración de impureza por estar en contacto físico con no musulmanes, con sus ropas o utensilios (según Jomeini, once cosas contaminan, entre otras: orina, heces, vino, perro, cerdo, no creyente y mujer); discriminaciones vestimentarias en una sociedad en que el traje reviste un fuerte significado simbólico, aun, y así debe entenderse, la prohibición de que las mujeres no musulmanas llevaran velo (categoría social y moral reservada a las creyentes), lo cual encaja a la perfección con la obligatoriedad de que lo porten las musulmanas; el dimmi no puede ni debe defenderse de cuantas vejaciones le inflijan los musulmanes…

En el momento presente, cuando se habla de conflicto entre islam y Occidente se está aludiendo a una pugna de raíz religiosa, incluso al circunscribirlo a los árabes: en tal pleito nadie se acuerda de los árabes cristianos, cuyo choque con Occidente es más que dudoso y sobre los cuales ha caído un espeso velo de silencio. El conflicto, de existir, es entre un Occidente, paradójicamente, cada vez más descristianizado por consunción interna y los árabes musulmanes, cuyo predominio e imposición es aplastante en sus propios países sobre las minorías cristianas. No obstante, parece excesiva la afirmación de Huntington de que “la cultura islámica explica en gran medida la incapacidad de la democracia para abrirse paso en buena parte del mundo musulmán”.

Como veremos, el islam, efectivamente, en sus versiones ultraintegristas –por ahora en auge-, ha significado no ya un freno, sino un retroceso brutal en las tímidas y débiles democracias formales establecidas a lo largo del siglo XX en el mundo islámico, pero traducir de ello una imposibilidad radical y absoluta de evolución y cambio equivale a excluir del género humano por motivos culturales a una quinta parte de su población, si bien podemos aceptar que unas culturas favorecen más que otras el desarrollo de la libertad y, por tanto, de las formas políticas subsecuentes.

Y en nuestra opinión tampoco es aceptable en este punto la posición de Oriana Fallaci, que en el “contraste-entre-las-dos-culturas” (sic) enumera una antología de los méritos de la nuestra en tanto reduce a una mínima expresión los de la islámica (Averroes, Omar Jayyam y la Alhambra). Creemos que no se debe plantear la cuestión en esos términos porque cada cultura ha producido sus propios resultados, acordes con sus necesidades y expectativas.

Más bien la discusión debería centrarse en la capacidad –o no- de evolución, sobre las bases ideológicas de una civilización y sobre los mecanismos socioculturales que la permiten o la imposibilitan. Porque, como señala B. Lewis, es intelectualmente deshonesto comparar lo peor de una civilización con lo mejor de otra.

Pero Huntington no se circunscribe en tal criterio a los musulmanes y lo aplica igualmente a los países ortodoxos del ex bloque comunista, mientras considera que “los que cuentan con herencias cristianas occidentales están progresando hacia el desarrollo económico y una política democrática”. “Las perspectivas de avance político y económico en los países ortodoxos son inciertas –añade-; en las repúblicas musulmanas dichas perspectivas no son nada prometedoras”.

Lo que sí recoge y documenta bien es el rearme religioso de todos esos países (en 1994 un 30 % de rusos se declaraba creyente, y en Asia Central se pasó de 160 a 10.000 mezquitas), de manera que la “civilización ortodoxa” (si tal cosa existe independiente) y la islámica han reasumido el papel preponderante y hegemónico de la religión dentro de la sociedad y en paralelo al fenómeno de la eclosión religiosa en Iberoamérica, por necesidad espontánea estricta, según él.

A propósito de la penetración protestante en el subcontinente afirma con gran convicción: “Estos cambios en Latinoamérica reflejan la incapacidad del catolicismo dominante para satisfacer las necesidades psicológicas, emocionales y sociales de la gente, atrapada en los traumas de la modernización”. El gran auge del protestantismo (en 1990, 20 % de protestantes ya en Brasil, v. g.) se debería a una mejor aptitud de éste para la modernización.

Huntington, meramente, está reproduciendo la misma escala de calificaciones que cuando reparte, o niega, capacidad para la democracia de musulmanes y ortodoxos. El sometimiento a la voluntad divina durante muchos siglos no impidió, andando el tiempo, que los europeos evolucionáramos hacia formas de comportamiento y convivencia bastante razonables y acordes con los cambios. Desconocemos cuál es la fe de este autor –si tiene alguna-, pero, de hecho, se limita a repetir el viejo esquema protestante y anglicano que nos negaba a los europeos del sur esa potencialidad por ser latinos y, sobre todo, católicos.
De ahí –prejuicio bien interesado- extrajeron viajeros (Ford, Borrow), comerciantes y políticos anglosajones sabrosas conclusiones para fundamentar su propia superioridad y la inevitabilidad del “Destino manifiesto”, su expansión por encima de las ruinas del imperio español y de la misma España. Y desconociendo los hechos históricos, por entonces todavía inmediatos.

Así, por ejemplo, la reiteración del mito de la vagancia generalizada de los españoles en Indias o en la Península, que habría impedido el progreso económico de aquellos territorios, con lo cual se tapaba la realidad histórica, que era la contraria: en 1776 –año de la independencia de Estados Unidos- el virreinato de Nueva España tenía una población más del doble que la de las colonias inglesas de Norteamérica, y un desarrollo económico y cultural mucho mayor.

El cómo se invirtió la situación es otra historia que empezó hacia 1800 y que ahora nos llevaría demasiado lejos, pero reducir la cuestión a mayor capacidad intrínseca del protestantismo para la modernización es desconocer adrede que entre las sectas protestantes hay una variedad muy grande, y que el fanatismo y cerrazón de algunas de las más importantes no le van a la zaga al catolicismo más recalcitrante y obtuso. Y sin necesidad de extendernos sobre los menonitas y su fuga de la modernidad, en torno a los Testigos de Jehová y su horror por las transfusiones o acerca de la curiosa y contradictoria moral sexual de los mormones.

A los ojos de los miembros de una cultura, los de otras con frecuencia no son sino bárbaros, gentes que difícilmente pueden ser considerados humanos y en ningún caso equiparables a uno mismo. El prejuicio no es gratuito y se da en todas las direcciones posibles. El horror manifestado por Ibn Battuta en las Maldivas o en el reino negro de Malí por la desnudez de las indígenas le da pie para hacer algunas observaciones al respecto, aunque –desde luego- el tangerino no fuese un teórico del racismo. Es la misma actitud de fray Diego de Ocaña en sus andanzas por el Tucumán de la época (circa 1600), y ambos se pronuncian con idéntico desparpajo, en el fondo ingenuo, con pareja virulencia condenatoria.

Pese a que pueda tomarse por obviedad innecesaria, nos declaramos firmes y abiertos partidarios de la hibridez cultural y del mestizaje biológico. Por supuesto, sin forzar a nadie en ningún sentido, pero sí facilitando los medios e induciendo mediante el contacto a la superación de prejuicios, desinformación y conflictos, en la inteligencia de que no hay sociedades perfectas pero sí puede haberlas superadoras de choques del pasado, por mera carencia de los caldos de cultivo generadores de tensiones.

Esto, que parece tan sencillo y tan claro, sin embargo ha costado y continuará costando a la humanidad sufrimiento sin cuento, porque implica no sólo la aceptación y el reconocimiento profundo de las otras culturas, sino también del derecho de elección individual de todos los miembros de un grupo por parte del grupo mismo. Y de ambos sexos, claro.

La franca y llana asunción del Inca Garcilaso de su condición de mestizo o las intuiciones biologistas de Félix de Azara (otro gigante casi ignorado de nuestra historia) nos señalan la clarividencia espontánea de sus autores, ya en los siglos XVI y XVIII, pero tales puntos de vista sirven para enmarcar y subrayar las realidades históricas del pasado o sociales del presente, que han sido exactamente lo contrario, una cadena ininterrumpida de enfrentamientos por motivos religiosos, económicos, culturales, étnicos.

Por desgracia, no sabemos de ninguna cultura autorizada a elevar la voz y proclamarse inocente de este género de prejuicios y abusos, tanto materiales como conceptuales. Otra cosa es que, en la práctica, pocos lo reconozcan y asuman su responsabilidad. Al respecto, la civilización occidental, tan denostada, ha sido la única que, al menos en parte, ha practicado y asumido su propia autocrítica, en tiempos recientes, proporcionando argumentos a los descendientes de quienes fueron víctimas (en distintos grados y maneras) de sus antepasados. Un fenómeno raro en el islam tradicional y excepcional en la actualidad.

Nociones como tolerancia e intolerancia son bastante nuevas, y ambas tienen origen occidental. En palabras de Bernard Lewis: “Durante la mayor parte de la historia de ambas comunidades [cristiana e islámica] no se valoró la tolerancia ni se condenó la intolerancia, y hasta hace relativamente poco tiempo, la misma Europa cristiana no premió ni practicó la tolerancia ni se sentía especialmente ofendida por su ausencia en los otros.

Se culpaba siempre al islam, no por imponer sus doctrinas por la fuerza –algo que se veía normal y natural- sino porque sus doctrinas eran falsas (…) Sólo recientemente algunos defensores del islam han comenzado a reivindicar que su sociedad en el pasado acordó establecer igual tratamiento para los no musulmanes. No hacen tal reivindicación los portavoces del islam floreciente, y no hay duda, desde un punto de vista histórico, de que están en lo cierto. Las sociedades islámicas tradicionales no acordaron tal igualdad ni pretendían hacer ver que actuaban así (…) ¿Cómo podía uno otorgar el mismo tratamiento a los que seguían la verdadera fe que a los que voluntariamente la rechazaban?”.

Los estereotipos circulantes en torno al islam pasado y presente, en su versión negra o en su versión rosa, se reducen a un amenazante guerrero a caballo, con una espada en una mano y el Corán en la otra, o a la proclama (estrictamente externa y verbal) de una utopía internacional en que los fieles de distintas religiones, hombres y mujeres, conviven en armonía perfecta, con igualdad de derechos y oportunidades.

Las dos visiones son absurdas y distorsionan las realidades históricas conocidas en proporciones abrumadoras: no siempre el islam obligó a la conversión –recordamos que hay muchos modos de obligar-, por motivos circunstanciales diversos, pero sobre todo económicos, ni se puede sostener en serio que en ninguna etapa histórica del islam haya existido la sociedad ideal que se sugiere. Bien es verdad que a los españoles actuales nos ha tocado cargar la cruz de la idealización de Al-Andalus, donde supuestamente convivían en equilibrio y exquisito respeto las tres culturas y las tres religiones.

Los granadinos cristianos (cuando aún los había) eran tan extraños para sus vecinos muslimes como los esporádicos viajeros de Franconia, Toscana o Galicia que por allá pudieran caer. La identidad y lealtad básicas eran religiosas y desconocían la política de fronteras; y en el universalismo del islam lo central no es el concepto de Estado (dawla), sino el de la comunidad de todos los musulmanes. Lo cual se compagina bien con el terrible dictamen del jurisconsulto Ahmad al-Wansarisi (siglos XV-XVI): “Mejor la tiranía musulmana que la justicia cristiana”. Las puertas para la confraternización, pues, no estaban muy abiertas.

Podría pensarse que éstos son ejemplos espigados con peor que mejor intención, pero sería suspicacia infundada. No hay textos contrarios, pero, sin pretender hacer un alarde exhaustivo, recordaremos la aculturación padecida hasta por los mismos mozárabes, que Lévi-Provençal detalla valiéndose del testimonio –indignado- del cordobés Álvaro (siglo IX), finalmente muerto en el martirio; o la muy negativa opinión reiterada por viajeros y geógrafos árabes acerca de los habitantes cristianos de la Península (a veces, incluso, también sobre los muslimes).

Cuando Ibn Battuta (siglo XIV) estima –refiriéndose a Santa Sofía y a otros templos de Constantinopla- que “las iglesias son sucias y no hay nada bueno en ellas” nos está anticipando uno de los ritornelos más caros a los moriscos varios siglos más tarde, que insisten en la “suciedad” de las iglesias. Descartada la posibilidad de “suciedad” física (en especial, generalizada), la condena va más bien en el sentido de impureza ritual (se entra calzados) y espiritual (todos los ritos allí realizados son execrables a ojos de los musulmanes: desde la pretensión de que el templo sea “la casa de Dios” hasta la ingestión de la divinidad en la Eucaristía. Todo son enormidades desde su punto de vista).

Empero, no ha faltado una corriente historiográfica –Américo Castro aparte- capitaneada por franceses, con el concurso lírico de algunos españoles significativos –todo hay que decirlo-, que embellecieron a la medida de sus búsquedas de pintoresquismo aquella penosa convivencia y la no menos dura de la misma sociedad musulmana de Al-Andalus, pero aunque haya constituido la línea del arabismo oficial hispano (ya no tanto) no podemos dejar de señalar sus demasías: desde las pretensiones de Lévi-Provençal sobre la libertad de la mujer andalusí, puntualmente reproducidas por Rachel Arié, en términos inadecuados para la época (“la ciudadana andaluza”, “durante el agitado siglo XI, el amor rompía cualquier barrera social…”), a partir de casos aislados e inducciones fantasiosas sobre “matriarcado”, hasta estimaciones incomprensibles en una personalidad seria y globalmente digna de crédito como Braudel: “[Los moriscos] en Castilla abundan más y su número parece ir en aumento a medida que se desciende hacia el sur. Cada ciudad tiene los suyos (…) La proporción es mucho mayor aun, sin duda, en Toledo y, más abajo, Andalucía hierve de moriscos…”

Hasta un historiador como Braudel sucumbe ante el mito árabe del sur español: ¡mítico sur español! Por supuesto que no fundamenta en nada ese “hervor morisco” de Andalucía, con el que quizá habría llegado a quemarse de conocer los estudios de población de Ladero Quesada y González Jiménez: 2.500 almas hacia 1500 en la Andalucía de entonces (el reino de Granada no se le añadió hasta el siglo XIX). Y más adelante, hablando de la expulsión, insiste en el tópico con entusiasmos de guía de la Alhambra: “Pero la oleada de fondo no pudo arrastrarlo todo. No pudo arrastrar lo que se hallaba ya adherido para siempre al suelo español: los ojos negros de los andaluces, ni las mil toponimias árabes, ni los millares de palabras engarzadas en el vocabulario de los antiguos vencidos [los cristianos]”.

No repetiremos aquí argumentos ya expuestos en otro lugar y que, en su momento, ampliaremos por extenso, pero bástenos por ahora indicar el conflicto religioso generalizado que animó toda nuestra Edad Media y que en el XVI acabó estallando en la pugna entre cristianos viejos y moriscos. La naturaleza básica del choque es “un conflicto de religiones, dicho de otro modo y en un sentido más profundo, un conflicto de civilizaciones, difícil, por tanto, de resolver y llamado a perdurar” (Braudel). Un enfrentamiento en que los moriscos no recatan su hostilidad hacia la sociedad mayoritaria y en el cual ésta, consciente de su fuerza, actúa de forma despiadada con quienes se muestran renuentes a la asimilación.

La reacción contra otras minorías adoptó manifestaciones distintas: los marranos, o judíos conversos, sufrieron una persecución más virulenta que los moriscos, pero a diferencia de éstos nunca fueron al choque, trataron de adaptarse y, de hecho, penetraron en la sociedad sirviéndose de su mayor capacidad; y contra los gitanos tampoco la marginación revistió la misma forma, porque éstos “no toman una actitud terca como los moriscos, u otra temerosa y oculta como algunos judíos conversos. Los gitanos proclaman –en primer lugar- que son católicos, cristianos; pero la cosa es que a los católicos y cristianos viejos les parece que no viven como tales, pese a proclamas. La vida que llevan y su aspecto, no las ideas que tienen, es lo que resulta demoníaco, ni más ni menos” (Caro Baroja).

En tres campos principales se concentra la enemiga de los moriscos frente a la sociedad mayoritaria: cuestiones de dogma que rechazan en agrias polémicas escritas y de liturgia (que rehuyen cuanto pueden); aspectos culturales de índole general como el uso del castellano, que sólo soportan si no hay escapatoria, y manifestaciones culturales más específicas como el traje y, sobre todo, el mantenimiento de sus tabúes alimentarios. No queremos extendernos más sobre todos estos extremos, pero parece que el balance general sí es de choque de civilizaciones, al darse el contacto entre ambas comunidades.

A nuestro juicio, reducir la etiología del conflicto a mera mala voluntad de la parte cristiana es negarse a entender que responde a causas más generales y profundas que afectan a todos los seres humanos. Eso, suponiendo que la parte musulmana hubiera obrado siempre de manera irreprochable y exquisita, que es mucho suponer.
Lo que denominamos “mala voluntad”, para acomodarnos a una terminología popular, Bassam Tibi lo designa con una palabra que podríamos admitir hasta como tecnicismo por la recurrencia con que se emplea en el mundo árabe; se trata de la “conspiración” (mu’amara):

“¿Por qué los árabes cultivan esa fantasía de una mu’amara omnipresente y tramada contra ellos? ¿Cuáles son las raíces de esta tendencia básica tanto política como psicológica? Todas las experiencias de derrotas y de hechos indeseables son percibidos como conspiración. Pero ¿por qué son siempre los otros los que tienen la culpa? No sólo en las guerras, sino también en cuestiones económicas y otros asuntos, un fracaso se atribuye siempre a una conspiración de los otros. ¿Hay que considerar el pensamiento “conspiracionista” árabe como una perspectiva culturalmente arraigada que favorece la propia fe en el destino? ¿Acaso el destino de los árabes consiste en ser siempre las víctimas de “conspiraciones occidentales” desde las cruzadas medievales hasta la guerra del Golfo?” (Tibi).

La claridad y el sentido autocrítico con que Tibi se expresa resultan infrecuentes entre los árabes actuales, y para encontrar algo semejante sería preciso acudir a los filósofos racionalistas medievales. Claro que tal sinceridad conlleva sus riesgos: cuanto más cerrado es un grupo humano, mayor es el sentido tribal de sus miembros y, por consiguiente, mayor el rechazo hacia el disidente o el mero discrepante. La acusación de traidor es automática, como relata el mismo autor, dada la proscripción en la práctica del concepto de individuo.

Los fallidos intentos de Averroes, Avicena, Al-Farabi o Al-Yahiz, herederos del legado griego, por fundamentar un movimiento ilustrado que potenciara el pensamiento libre y por tanto la entidad autónoma individual, acabaron sofocados por el conservadurismo esterilizador de los sunníes y su concepto de iyma‘, consenso por unanimidad de la comunidad pero de hecho imposición de los círculos dirigentes más reaccionarios. Y hasta una escritora contemporánea, Fátima Mernissi (Premio Príncipe de Asturias 2003), que sienta plaza como progresista, tras despacharse a gusto sobre las culpas de Occidente (militarismo, imperialismo, terrorismo colonial) añade algo estremecedor: “El individualismo, sello de la cultura occidental, es la fuente de toda aflicción”.

Por tanto, lo progresista es aplastar al ser humano dentro del grupo, algo asumido con naturalidad por la sociedad musulmana. Y que Tibi denuncia al referir cómo, en lugar del “Pienso, luego existo”, más bien en su infancia damascena se le inculcó en primer término su pertenencia y filiación de grupo, más o menos: “Soy árabe musulmán, luego existo”, por lo que reflexionar sobre la política árabe o sobre cualquier otro fenómeno social de esa comunidad, viéndolo desde fuera, como objeto separado y en sí mismo, lo convierte sin remisión en traidor. Y el punto de partida no es el hombre como sujeto, sino el colectivo, la umma, tanto por encima del individuo como de las fronteras, de donde se deriva la debilidad del concepto de Estado, sin nada equiparable a la doctrina europea del derecho natural que fundamentó la transición a la Modernidad y de la que se derivan los derechos humanos.

La idea de conspiración procede de la división del género humano en el colectivo propio (la umma) y el del enemigo, que sin tregua urde maquinaciones contra los musulmanes, antes incluso de que existieran como tales, aunque no se diga así: el hilo conductor de O. Zhiri, en su obra L’Afrique au miroir de l’Europe, marcha en esta dirección, y la autora afirma tan tranquila que ya desde Heródoto, hasta nuestros días, pasando por todos los geógrafos medievales y modernos, los europeos (así, en bloque) han forjado conscientemente una imagen falsa de África (también en bloque), con fines colonialistas, exageración que nos parece rondar la paranoia o un victimismo nada inocente. A saber.

En cualquier caso, el individuo sale malparado, sin espacio para actuar como sujeto dueño de sus actos, siendo irreversible la pertenencia al grupo por nacimiento; y el vínculo “sólo puede terminar con la muerte”, en tristes palabras de Tibi. Quizás no sobre recordar que, en tiempos no muy lejanos, a los españoles se nos dividía, no menos artificialmente, en “buenos y verdaderos españoles” (los franquistas) y “malos españoles” (los rojos), llegándose a negar a estos últimos la misma condición de españoles (“No son españoles”, se oía). Y hace poco (el año 2002, y como preparación de las agresiones que vendrían en 2003) hemos presenciado en Sevilla increpar a los políticos del PP –por parte de sindicalistas de UGT, SOC y CCOO- con el grito “No son andaluces”, lamentable muestra de copia mimética de gritos similares lanzados por los separatistas vascos contra aquellos de sus convecinos que se niegan a aceptar la secesión (“No son vascos”, etc.), por muchos apellidos vascos que tengan y por mucho que gusten de hablar en vasco: entre los asesinados por la ETA abundan personas de estas características.

Sin embargo, cumple una distinción importante entre este fenómeno hispano y el otro, árabe, de que venimos hablando: mientras uno procede de un prejuicio político contingente y en el fondo efímero cuya vida puede contarse en décadas (al acabarse el franquismo se acabó aquello de los buenos y malos españoles), el otro es un concepto social básico, enraizado en la sociedad a través de más de un milenio y, por tanto, más difícil de combatir y erradicar. En nuestro caso, el problema está en la política; en el caso árabe, en la sociedad.

El panorama del mundo en que vivimos nos muestra a diario tensiones de muy diverso grado de virulencia entre países o comunidades pertenecientes a distintas civilizaciones. El estereotipo fácil establece una correlación inmediata entre pobreza y violencia, guiándonos por nuestras propias pautas culturales, pero en los países árabes los índices de delincuencia son muy bajos, incluso en los más pobres, más por el control social que por la acción policíaca. Por añadidura, algunos Estados árabes, debido al petróleo, son extraordinariamente ricos, y no se comprende que, si la hermandad entre los árabes y los musulmanes no es mera palabrería, países como Arabia, Kuwait, Emiratos, Libia, Argelia, etcétera no destinen una parte sustancial de sus recursos al desarrollo económico de los menos favorecidos por la naturaleza, pero no en un plano asistencial y caritativo, sino como verdadero apoyo para superar la pobreza estructural.

En vez de invertir en ese rubro lo hacen en compra de armas, en especulación financiera en Europa y EEUU y en masiva propaganda religiosa en el Tercer Mundo. Y mientras, culpan a “Occidente” de su subdesarrollo. Si añadimos a esto que el islam constituye una civilización cuyos miembros están convencidos de la superioridad de su cultura, a la par que se obsesionan por la inferioridad de su poder, tendremos un horizonte no poco inquietante.

Huntington estima que el fin de la Guerra Fría y de la expansión occidental (militar y política), así como el declive de su poder, han ocasionado una especie de rebelión contra Occidente, al sentirse más fuertes los otros, que se reafirmarían en sus valores, instituciones y cultura. Así, quienes se servían de valores occidentales como liberalismo, democracia, autodeterminación… a medida que se fortalecen los niegan y niegan su universalidad, exacerbándose la contradicción en el terreno cultural más que en aspectos políticos o económicos. Por nuestra parte, no vemos tan claro el paso a segundo plano de las diferencias económicas, cuando tres cuartas partes de la humanidad viven en condiciones de subdesarrollo o miseria declarada. Otro asunto es que su misma pobreza les impida hasta plantear conflicto alguno antioccidental. Lo que no es el caso de árabes y musulmanes, que a medio plazo podrían superar esa situación con inversiones, trabajo y control de la natalidad, punto este último en que de nuevo se cruza la interferencia religiosa.

Y, en efecto, entre islam y modernidad surgen disfunciones –por decirlo con suavidad- en aspectos económicos como el interés, el ayuno, las leyes de la herencia o la participación femenina en la fuerza de trabajo, pero es preciso reconocer que en otros terrenos (industrialización, nuevas formas de comunicación y transporte o la urbanización de las poblaciones rurales) no hay contradicción alguna. La modernización en facetas materiales, con la correlativa extensión de la enseñanza o la sanidad, contribuye a fortalecer esas culturas reduciendo el relativo poder occidental y favoreciendo, paradójicamente, el resurgimiento islámico, movimiento intelectual, cultural, social y político difundido y arraigado en todo el mundo musulmán, y sus efectos son perceptibles desde principios de los años 70, con velocidad uniformemente acelerada desde la muerte de Naser, en setiembre de aquel año (1970).

Ese óbito sería la piedra miliar de donde arranca la explosión islámica. Y no sólo por el fuerte simbolismo que entraña, también por las consecuencias políticas inmediatas que tuvo en un país tan significativo como Egipto. Las pretensiones (en algún caso logradas: Sudán, Irán) de establecer el poder de Allah en la tierra se concentran en el restablecimiento del derecho islámico, un mayor uso del lenguaje y simbolismo religioso, una educación confesional islámica sin fisuras, intervención en las conductas personales y a escala social global (velo, alcohol, tabúes alimentarios), una mayor participación en rituales (rezo colectivo e individual), control –acoso, diríamos mejor- a los gobiernos laicos que subsisten, solidaridad a todos los efectos entre Estados islámicos, rechazo del Estado nacional y de todos aquellos productos nacionales (materiales o abstractos) que no tengan una utilidad concreta para sus fines. Y se acepta la existencia de varias vías para llegar a una misma meta, el Estado teocrático universal.

¿Cómo se ha llegado a tal situación? Los factores coadyuvantes son varios también: el fracaso continuado de la democracia liberal para resolver los graves problemas económicos y sociales, que no han hecho sino agudizarse a lo largo de todo el siglo XX; la no menor frustración originada por los regímenes socialistas (en la práctica, dictaduras militares o de partido único), eficaces en el exterminio de una oposición de izquierda que hubiera podido servir de contrapeso a los islamistas; ayuda directa, o indirecta, de esos gobiernos a los islamistas precisamente por su enfrentamiento con los comunistas (Argelia, Turquía, Jordania, Egipto: el caso de Anwar es-Sadat es en particular expresivo); apoyo económico de Arabia Saudí a los Hermanos Musulmanes.

Todos estos, más la demografía galopante y el aumento del precio del petróleo, que ha engrosado de manera enorme las disponibilidades saudíes y la seguridad de que aplastar a la oposición laica siempre es más fácil que a la islamista (que se refugia en las mezquitas y en los difusos sentimientos religiosos de la población), han sido elementos coincidentes que han desatado la eclosión islamista entre estudiantes, intelectuales de clase media baja, pequeños comerciantes, etcétera.

Sin embargo, por ahora, han obtenido escasa aprobación entre los campesinos, las élites rurales y las personas mayores. El resultado a escala planetaria se ha traducido en una descomunal conflictividad , interna y externa, de los países islámicos. Huntington demuestra con una relación exhaustiva –habla de hechos, no de interpretaciones- que la conflictividad violenta de los musulmanes es mucho mayor que la de otras culturas en los años 90 (de veinte conflictos etnopolíticos en 93-94, en quince estaban enfrentados musulmanes con gentes de otras culturas), hasta el punto de que “de dos terceras a tres cuartas partes de las guerras entre civilizaciones eran entre musulmanes y no musulmanes”.

En los últimos años, dentro y fuera de España, se ha puesto de moda una palabra mágica: “diálogo”. Todos en Europa se adhieren entusiastas a ella, porque lo contrario, de puertas para afuera, es autocondenarse moralmente. Pero en círculos fundamentalistas islámicos –aparte de meras concesiones propagandísticas hacia la prensa occidental-, persuadidos de la bondad de su causa, no tienen que disimular y rechazan el diálogo entre culturas y religiones, porque eso sería descuidar la incompatibilidad entre pensamiento occidental y espíritu islámico. Las posibilidades de un diálogo real entre Oriente y Occidente son mínimas, y los integristas musulmanes no tienen inconveniente en declararlo en panfletos de amplia difusión: “Un diálogo que tiene como meta el acercamiento entre el islam, el cristianismo y el judaísmo sólo se puede lograr a expensas del islam, dado que éste es la única religión justa, mientras que las otras son falsas. El acercamiento significaría renunciar a esta exigencia, lo que llevaría consigo el mayor daño para el islam” (citado por Tibi).

Hubo un tiempo en que los europeos estaban prestos a inmolarse y a matar en nombre de Dios. Al grito de “Dios lo quiere” reconquistaron para la cristiandad, durante dos siglos, parte del Oriente Próximo antes conquistado por el islam. Unos y otros se movían con la lógica de la fuerza, y enjuiciarlos hoy con criterios sólo morales carece de utilidad: ni condenarlos ni ensalzarlos, conformémonos con intentar entenderlos; y entender que si esas concepciones valieron en la Edad Media, después del Renacimiento y la Ilustración, a nosotros ya no nos sirven.

Pero el problema reside en que la otra parte no ha vivido procesos paralelos, duraderos y en profundidad, de modernización, cambio ideológico, apertura y evolución interna que alumbraran una forma de vida más tolerante con las discrepancias, permisiva y lúcida. El heterogéneo magma inicial del islam cristalizó a mediados del siglo IX con el triunfo de la corriente sunní, que aplastó siempre que pudo a las demás y, con especial ahínco, los moderados intentos racionalistas que más arriba aludíamos.

En la historia lejana islam y cristianismo andan parejos, si bien uno –por la feliz separación entre Iglesia y Estado- pudo culminar su propio acceso a la libertad en tanto el otro mantuvo la confusión permanente de los dos conceptos, cruce visible en las constituciones y códigos civiles y penales de los países árabes, pero especialmente en la presión abrumadora de la comunidad sobre el individuo, eterno sometido a los mandatos de los intérpretes de los designios divinos.

La solidaridad entre cristianos está herida de muerte. Entre nosotros, los móviles para las alianzas, apoyos e intervenciones poco tienen que ver con la fe: es impensable que ingleses, canadienses o suecos movieran una pestaña por una eventual agresión a España de Marruecos; sin embargo, marroquíes, egipcios o indonesios claman porque un país de predominio cristiano (EEUU) invade a otro musulmán (Afganistán o Iraq).

Mientras de un lado se niega la naturaleza religiosa del conflicto y hasta el enfrentamiento entre dos maneras antagónicas de entender la vida (libertad vs. sumisión), del otro se ahonda el resentimiento por sucesos que ocurren a miles de kilómetros. El choque de civilizaciones, cotidiano y pequeño, salta cuando se amenaza con pena de muerte (y se cumple en no pocas ocasiones) por propagar el cristianismo o se persigue a pastores protestantes por difundir la Biblia; cuando se prohíben de manera absoluta los matrimonios de mujeres musulmanas con hombres que no lo sean; cuando los no musulmanes no podemos ni pisar el suelo de La Meca o cuando la renuencia a la integración, en pie de igualdad de derechos y deberes, desemboca en resistencia a formar parte de un proyecto nacional común que no se base en la religión. La lista es larga, y resulta preocupante que la intención oficial del lado occidental consista en minimizar y circunscribir el fenómeno al “terrorismo internacional”, “la frustración del pueblo palestino” o “la expiación de nuestras culpas pasadas en el Tercer Mundo”, como si hubiera alguien libre de culpas y como si Osama ben Laden fuera el responsable de toda la historia del islam.

Nunca renegaremos de la revisión y puesta en discusión de nuestros principios básicos, pero, al tiempo, disponemos de argumentos superiores y válidos para la humanidad entera, no meramente para quienes, de grado o por fuerza, proclamen su adhesión a un texto determinado. Los derechos humanos en general y los civiles de los países occidentales –a los cuales se acogen los musulmanes siempre que les conviene- establecen con claridad la preeminencia del derecho a la integridad física, al respeto y dignidad como individuo por encima de las imposiciones de la colectividad o de la familia, con frecuencia alienadoras y hasta nada respetuosas con las personas concretas.

A este respecto, el panorama legal, social y de opinión pública en torno a los inmigrantes musulmanes es suficientemente nítido: bienvenidos cuantos quieran integrarse, trabajando y respetando las normas vigentes. Lo que no parece aceptable es una relación de desigualdad con el grupo humano denominado “musulmán”: allá debemos adaptarnos, y acá también. ¿Hasta dónde debe alcanzar la permisividad con las peculiaridades y pintoresquismos de los recién venidos? ¿Por qué limitar la manga ancha al velo? ¿Es que la poligamia no es también una especificidad cultural? Y la ablación y el infanticidio y la magia negra y el asesinato de la novia que perdió la doncellez antes de tiempo. Etcétera.

Tal vez uno de los principales escollos en la relación con comunidades musulmanas estribe en la borrosa o nula noción de reciprocidad con que contemplan esa relación, ya se trate de cristianos, hindúes o budistas. Afirmaba V.S. Naipaul a propósito del conflicto entre hinduistas y musulmanes en la India: “Los musulmanes no deberían esperar más tolerancia de la que ellos mismos tienen con los otros” (ABC, 10-03-02). Y en la misma línea se pronunciaba Oriana Fallaci en su famoso libro de denuncia: “¿Por qué voy a respetar a quien no me respeta?”, refiriéndose a una cuadrilla de moros somalíes que se pasaron tres meses orinando en la puerta del Baptisterio de Florencia, entre los temblores generales porque nadie se atrevía a dar el primer paso políticamente incorrecto de parar aquella inmundicia.

El caso es bien descriptivo de la falta de reciprocidad en que se mueven habitualmente los musulmanes en su relación con nosotros. Sin embargo, en uno más de los enésimos foros de diálogo de las religiones presentes en España el representante musulmán Riay Tatari obsequió a los asistentes con las flores habituales en estas ocasiones (ABC, 25-05-02): “No hay religión en el mundo que propague la paz como el islam”, “el islam da la mano a todas las religiones que llamamos a un único Dios”, “nunca se ha interrumpido la convivencia de los musulmanes con otras religiones, porque en el Corán tienen su lugar y su respeto”. Claro que, de seguida, al preguntarle por la prohibición de difundir otros credos que no sean el islámico en Arabia Saudí, contestó : “Si allí no hay otra religión, no veo por qué vamos a crear un problema donde no lo hay”. Sin comentarios, pero con una adición: muy pocos días más tarde la misma persona reclamaba fondos del Gobierno español para subvencionar las clases de religión islámica en la Enseñanza Primaria española.

Y aquí entra de lleno en la exposición el conflicto psicosocial que en España vivimos en forma de complejo de culpa respecto al Mundo Árabe, exacerbado en nuestro caso por la mezcla con la expiación de otras culpas históricas (reales o irreales) que, sobre todo la izquierda, ha prohijado con entusiasmo desde el final del franquismo, en una confusa amalgama de condena del pasado y, al tiempo, de la imagen estereotipada y fija de la derecha que sin tregua manejan. Y sin muchas posibilidades de que se sometan a la misma autocrítica que reclaman a los demás: los libros de Vázquez Rial y Gustavo Bueno, o el anterior de C. Alonso de los Ríos (castigado con significativos silencios), han sufrido una acogida glacial por parte de una izquierda que no está dispuesta a replantearse nada, en gran medida por la endeblez teórica –y hasta cultural- de muchos de sus dirigentes.

En lo que atañe al Mundo Árabe, a los españoles no se nos puede achacar una acción colonial profunda, ni larga, ni demasiado grave: quizás no por bondad sino porque la España de la época carecía de medios para desarrollar otra política, pero así fue (una limitadísima actuación de protectorado en un rinconcito de Marruecos, y eso fue todo). Pero cuando alguien está decidido a autoinculparse (máxime si existen ganancias indirectas de fondo) no hay barrera que se le resista, y si la estricta acción colonial da para poco (amén de la antipatía subsistente en la izquierda por los moros de la guerra) otras áreas se pueden explotar, ora el recuerdo de las culpas de otros españoles ya lejanos, ora la asunción global de las “culpas de Occidente”, en términos de una vaguedad e inconcreción insuperables. Un solo ejemplo: no se entiende por qué los españoles de 2005 debemos endosar responsabilidad alguna por la acción colonial de Gran Bretaña en el Zimbabwe (Rhodesia) de hace un siglo. Es irracional operar de este modo, pero para la antiglobalización vale todo.

El otro capítulo, el de las culpas de España en el pasado hacia los musulmanes, nutre bien en Andalucía el parque temático de PA e IU y las verbenas institucionales del PSOE, asociándolas a la tragedia continua de las pateras o a las condiciones laborales de los inmigrantes. Curiosamente, cuando se habla de “inmigrantes” parece que no hay otros sino los musulmanes, tal vez porque el conflicto cultural con los demás sea menor o adquiera características menos virulentas.

Con el argumento de no herir la sensibilidad de la minoría islámica sobrevenida se va imponiendo una autocensura e infravaloración de las propias fiestas, costumbres, creencias, que por un lado no contenta a los musulmanes y por otro disgusta y frustra a los autóctonos: es difícil calibrar en qué grado fue decisiva en la pérdida de la alcaldía de Granada el 25 de mayo de 2003 la actitud del PSOE frente a la Toma –aunque al final rectificaran-, pero sí podemos afirmar, con contactos de primera mano, que el peso de la campaña de protestas y recogida de firmas para que se volviese a la celebración tradicional corrió a cargo de algunos miembros del PSOE local, bastante desmoralizados, por cierto; y no sólo por la Toma.

Pero no sucede solamente en Granada: en Almería también se han suprimido las celebraciones de la Reconquista, mientras en Sevilla, en 2002, se ignoró por parte la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento –de manera vergonzante, a nuestro juicio- la conmemoración de los 750 años de la conquista de la ciudad por Fernando III, pese a que este rey y ese momento son el punto de arranque verdadero del surgimiento de Andalucía como entidad diferenciada, con el pretexto de que ése era “el año de Cernuda” (no se entiende por qué Cernuda ha de estar reñido con Fernando III). En tanto se marginan y reprimen festejos inofensivos y sin agresividad real contra nadie, por otra parte se promueven desde medios institucionales, que no populares, candidaturas, premios e iniciativas que no van a conseguir la integración de los inmigrantes musulmanes, en primer lugar porque no van dirigidos a ellos sino a la sociedad española y a ésta no se le están proporcionando elementos de juicio para superar complejos o desconfianzas hacia los recién venidos, más bien se ofrecen señuelos efímeros y superestructurales, para consumo mediático.

Nos referimos a los documentales de TV patrocinados por el Legado Andalusí y por televisiones públicas, al premio Príncipe de Asturias de los años 2002 y 2003, a la dedicación a las Tres Culturas de la penúltima Feria del Libro de Madrid o al apadrinamiento –suponemos que también financiación- de la orquesta de Barenboim por la Junta de Andalucía. Pensamos que a los miembros y afines al PSOE promotores de algunas de estas iniciativas no les preocupa nada estar arando sobre agua: por la turbia personalidad de Edward Sa ‘id, o por la contradictoria de Fátima Mernissi; y, dejando al margen la simpleza de querer demostrar la obviedad de que árabes y judíos pueden interpretar música juntos, sobre todo, por el desinterés absoluto que en los países árabes hay por la música clásica: el mismo Barenboim ha debido reconocer que todos los palestinos de su orquesta son israelíes, no de Cisjordania y Gaza, por la inexistencia de personas cualificadas musicalmente en esas regiones para formar parte de la misma.

Quizá sea crudo recordar estos hechos, pero son eso: hechos. Y ni siquiera sostenemos, ni pretendemos, que los árabes deban hacerse aficionados a la música clásica si ésta no responde a sus gustos y patrones culturales; nos limitamos a señalar la insolvencia y superficialidad con que están actuando ciertas autoridades e instituciones de nuestro país, guiadas no más por lemas y consignas de moda, cualquier cosa oída y repetida sin someterla a crítica ni análisis de ningún género.
A nuestro modo de ver, la integración de los inmigrantes, relativa, paulatina y no exenta de alguna clase de conflictos, debe hacerse estableciendo con mucha claridad –y aplicando de forma efectiva- unos principios de convivencia y respeto entre personas y respecto al Estado, seamos de la procedencia que seamos, no entre comunidades, pues esto conducirá siempre al mantenimiento de las diferencias, como mínimo, cuando no a la reproducción de situaciones medievales felizmente superadas; y desde luego al control de los individuos dentro de las comunidades religiosas por parte de sus dirigentes. Unos principios emanados de la Constitución y del ordenamiento jurídico, cuya base es el conjunto de rasgos culturales de nuestra sociedad y de la historia de la cual venimos. Bajo ese amplísimo manto hay sitio para todos, en libertad e igualdad básica (ante la ley y el Estado) de todos los ciudadanos (y ciudadanas).


Por Serafín Fanjul

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