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3.6.06

¿Puede el Islam aceptar la democracia?

Las evidencias de intolerancia cultural y política que provienen del mundo islámico y las circunstancias complejas en las que están desarrollando su crucial misión los Estados Unidos en Irak, siguen poniendo de relieve que el debate de qué hacer con el Islam dista mucho de estar cerrado.


Los datos que provienen del Islam son múltiples:

- reacciones violentas frente a unas viñetas que, para nosotros, son simple libertad de expresión;
- proclamas por la aniquilación de los judíos y de su Estado;
- desprecio por Occidente y pancartas de que “Islam will dominate”;
- carrera nuclear iraní; menosprecio y hasta odio a los infieles, desprecio por las mujeres,....


El Islam no es sólo eso, pero de manera subrayada por sus mismos fieles y líderes, también es eso. Y nosotros nos fijamos alarmados en esos rasgos porque para Occidente, civilización humanista donde las haya habido, resultan esenciales al valorar a una sociedad.

Democracia.


La democracia no es una simple técnica aséptica y universalmente transferible para organizar el entramado político de una sociedad. Incluso si fuera simple técnica no estaría exenta de precisar de un contexto cultural que la favorezca.

Pero es más que eso, la democracia es un forma de organizar la convivencia política, pero también la cívica y social y, sobre todo, un modo de equilibrar relativismo y esencialismo en la vida cultural y los sistemas de creencias.

Los rasgos formales que definen una democracia incluyen la existencia de nombramientos de cargos políticos en elecciones libres y regulares.

Exigen la libertad de expresión apoyada por la presencia efectiva de fuentes de información variadas y libres.
Le conviene en extremo la existencia de asociaciones autónomas de ciudadanos.
Le es imprescindible un Estado de Derecho con un poder legislativo que produzca leyes respetuosas con la libertad y la igualdad ante la ley, y que ésta sea aplicada por jueces independientes.
Y, algo que viene especialmente al caso, la democracia necesita de la independencia real del legislador y de los jueces respecto de poderes que le pueden influir pero no determinar, como es el caso de las organizaciones religiosas.

Nada de estos caracteres y algunos más que se podrían añadir han sido producto del simple voluntarismo de los europeos y americanos en determinado momento histórico. Las generaciones de ciudadanos que han ido implantando democracias reales en cada nación euroamericana lo han hecho porque han percibido a los elementos que definen la democracia como acordes con valores que ya profesaban, los cuales, a su vez, se han configurado por transmisión histórica e historiable cuya exposición sería tan prolija como contundente.

El Islam repudia a la democracia


Sin embargo no es posible rastrear nada de esto en la Historia ni en la cultura islámicas. La constitucional inexistencia de una ley civil y política independiente de las prescripciones religiosas que, por serlo, están fuera de toda crítica y de la posibilidad de evolucionar, bloquean la asunción de los principios democráticos que nosotros organizamos en un Estado de Derecho legítimo por sí mismo y no exclusivamente por sanción clerical.

Ni siquiera la historia de los pueblos que abrazaron mayoritariamente el Islam presenta épocas de diversidad de poderes ni de fragmentación socio-política en estamentos poseedores cada uno de sus propios y legítimos derechos. Nada hay en el Islam que nos haga pensar que, hoy, las sociedades que presentan los comportamientos de todo tipo que antes citábamos puedan desarrollar administraciones democráticas. Ni tienen precedentes en su cultura ni los quieren tener.

La democracia y las libertades son, para ellos, constructos occidentales que rechazan violenta y consistentemente. Y eso es verdad tanto para las élites como para las masas.

Es digno de tener en cuenta por quienes sueñan con un pronto acceso de Irak a la democracia el hecho de que los casos de occidentalización de pueblos de arraigado islamismo han sido llevados a cabo mediante fuertes dictaduras que, apoyadas en elementos militares occidentalizados, impusieron administraciones laicas y de vocación modernizadora.

La presencia angloamericana en Irak


No obstante todo esto, o, quizá, por esto mismo, lo cierto es que la presencia norteamericana y británica en Irak es, muy importante. Dos son los elementos que se han de considerar a la hora de hacer balance de la guerra y de dicha presencia. Una y muy importante es la actividad en territorio iraquí de terroristas de Al-Qaeda y afines que consideran como prioritario “liberar” a sus hermanos de la ocupación. De no ser Irak, para ellos, una prioridad, lo serían Nueva York, Washington o Londres. Estratégicamente fue y es una sabia decisión entrar y estar en ese país.

El otro objetivo de las fuerzas miliares anglosajonas es el de construir una estructura administrativa eficaz legitimada por hábitos e instituciones democráticas. Se trata, sin duda, de un objetivo loable y, cómo no necesario. Pero la empresa supera con creces la tarea no ya de una sino de muchas legislaturas democráticas occidentales.

Las carencias histórico-culturales a que hacíamos alusión echarán por tierra las infantiles pretensiones de que los iraquíes formen gobiernos salidos de las urnas pare, después, marcharse rápidamente de allí. Que constituyan asambleas legislativas y ejecutivos mediante las urnas, sí es un objetivo conseguible. Pero que eso suponga la existencia de democracias, aunque sean islámicas –flagrante “contradictio in terminis”-, ya se antoja una simple veleidad fruto del apremio por irse de Irak y de la falta de reflexión seria sobre el tipo de asuntos estamos considerando en este artículo.

La democracia es producto de nuestra civilización y resulta imprescindible seguir proclamándola y presentándola a los pueblos musulmanes como el paradigma básico por el que se han de medir sus comportamientos y el modo como organicen su convivencia. Esta necesidad no se asienta en que sea un objetivo conseguible, sino en que, con él confirmamos y nos refirmamos en nuestros valores pero siendo conscientes de que eso es confrontar con el Islam y de que éste lo rechazará durante, aún, muchas décadas. No debemos temer a la confrontación cultural, además de a la política y la militar

Qué duda cabe de que un cinturón de democracias reales por todo el mundo configuraría un orden internacional más estable, pacífico y seguro. Pero si ese ha de ser el objetivo de la política exterior euroamericana, ha de proyectarse a muy largo plazo y debería concretarse, en el caso de Irak, en la prolongación “sine die” de la presencia militar ahí.

Un paso en falso, una precipitación en catalogar como democracias a sociedades islámicas por el mero hecho de que haya estabilidad y procesos electorales, será fatal. Si eso ocurriera en Irak, en el caso de que, bajo los partidos chiítas y la moderación de los sunníes -en un escenario aceptable para estos-, se produjese una retirada de la fuerza multinacional, la conversión de ese país en una República islámica beligerante contra nosotros y auspiciada por la poderosa, chiíta y vecina Irán, sería cosa de pocas semanas.
Occidente no se puede equivocar en las acciones pero tampoco en los diagnósticos ni cabe despreciar el factor histórico-cultural a la hora de alumbrar las políticas que se adopten.

Podemos concluir esta reflexión asegurando que ninguna de las experiencias electorales ejercidas en ellas auguran una instauración democrática ni siquiera a medio plazo.

¿Puede la democracia aceptar al Islam?

La vida política en los territorios de los árabes palestinos, gestionados por la mal llamada Autoridad Nacional Palestina constituyen un excelente punto de arranque para acercarnos a las posibilidades de construir un sistema democrático a partir de una ideología antidemocrática y, lo que nos afecta más, las posibilidades de aceptar el juego democrático de grupos ideológicos que propugnan el sabotaje a las instituciones y principios que cimientan esa democracia.

Hamas fue fundada en el año 1987 por el felizmente desaparecido jeque Yassin, En el artículo segundo de su carta fundacional, fechada el 18 de agosto de 1988, se presentó como una rama del movimiento panislamista internacional de los Hermanos Musulmanes, fundado en Egipto en 1928 por Hassan al-Banna, y que propugna la aplicación de la sharía (ley islámica) en diversos aspectos de la vida diaria, y la vuelta de las naciones al Islam como modo de alcanzar una liberación política que, sin duda alguna, no ven en las instituciones más liberadoras que jamás se hayan constituido: las estructuras políticas demoliberales.

Con presupuestos de este tipo es difícil construir la poliarquía política, económica y cultural característica de las democracias. Una pluralidad que establezca como no generalizables los términos absolutos y con vocación monopólica que ciertos grupos ideológicos o de interés es imprescindible para que nadie intente el asalto a la “res publica”. No cabe la posibilidad, ni siquiera lejana, que Hamás, organice un Estado en los términos de legitimidad que los ciudadanos de las democracias exigimos ni que sea comparable a los niveles de tolerancia interna que el Estado de Israel practica con la numerosa minoría árabe que goza de derechos de ciudadanía incluido el de votar y, por tanto, formar parte de la decisión popular de quién debe gobernar Israel.

A nadie se le escapa que tal participación electoral de semejantes rivales culturales puede afectar gravemente a la seguridad. Pues a pesar de ello, esa minoría tiene su presencia en la política israelí.
Las democracias, con su sistema de relativización de los poderes y de las ideologías garantizan la existencia de ellas, a las que concede legitimidad en cuanto a su existencia y en cuanto a su influencia, siempre que no alcancen a convertirse en monopolios políticos o económicos. Pero tal tolerancia ha de ir, para ser efectiva, acompañada de la represión de aquellas instancias que no acepten, expresamente, el juego democrático ni las bases liberales del mismo, que no son otras que las relativas a los derechos inalienables de los individuos y de su igualdad ante la ley.

Los islamistas no sólo destruyen los cimientos necesarios para construir democracias allí donde gobiernan. No sólo es una impostura que el iraní o el de Hamás se presenten como gobiernos legítimos cuando reprimen la formación de una oposición política y mantienen en la exclusión social y política a las mujeres por el hecho de serlo.

Es imposible, igualmente, que los islamistas que viven en los países democráticos, que siguen, en mayor o menor grado y con más o menos tacticismo, el mismo programa que Hassan al-Banna, se adapten a la democracia.

El mismo texto sagrado del Islam es, en sí y sin una tradición que lo hubiera modificado, un texto inhumano. Como digo, ni la Sunna ni la tradición chiíta ofrecen una interpretación evolucionada, refinada, culta ni respetuosa con los Derechos Humanos Universales (sin más adjetivos posibles).

Por tanto, al igual que se ha hecho con las reminiscencias de la ideología y las organizaciones hitlerianas o de exaltación del nazismo, el islamismo ha de ser prohibido porque supone una amenaza para las sociedades occidentales que les acogen.

Al igual que se persigue la propaganda nazi, de exaltación de la raza aria, de extermino de los judíos o de cualquier otro grupo, por el simple hecho de que aspira a acabar con la democracia utilizando su, en ocasiones, flaqueza moral, acabaremos planteándonos seriamente la necesidad de reprimir con dureza las manifestaciones totalitarias de los islamistas en España, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Canadá, etc..
Si editar, propagar y distribuir el “Mein Kampf” hace, razonablemente, saltar las alarmas de defensa de la democracia, la edición de “El Corán”, sin acotaciones autocríticas o modificaciones que aseguren que no es la sangre que ese libro destila lo que se predica en las mezquitas occidentales, debería, igualmente, reprimirse. Y eso en nombre del mantenimiento de los poderes y las ideologías dentro de los límites relativizadotes que el régimen democrático y liberal exigen.

El único fundamentalismo posible en una democracia es el que excluye a los que no aceptan sus propias reglas de juego. Y el Islam no las acepta.

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