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6.7.09
La cruzada no fue una agresión y no fue una Guerra Santa: fue legítima defensa.
Revolviendo en mi archivo he encontrado una carpetilla con apuntes que tomé en un verano lejano en el que decidí dedicar mis lecturas estivales a las cruzadas. Quería extraer una serie de apuntes para el diario «Avvenire», pero poco después decidí suspender mi firma y el material acumulado se quedó allí, olvidado.
Con aquella búsqueda intentaba responder a las inquietudes de muchos lectores, que me recordaban que había dedicado algunos párrafos pero no había profundizado nunca en el tema.
Tampoco lo voy a hacer aquí, faltaría más: me limitaré a extraer algunas anotaciones. Por ejemplo, el de un especialista, el medievalista católico Franco Cardini, que un día, por aquella época en que Juan Pablo II no paraba de pedir disculpas históricas, se levantó un día de mal humor por lo que a él, como historiador, le parecía un inaceptable anacronismo y escribió:
«Queriendo ser más papista que el Papa, creo que, a la larga lista de delitos atribuidos a los cruzados (“fanáticos, violentos, intolerantes, ladrones, supersticiosos...”) añadiría una acusación más: eran estúpidos. No se explica, si no, que hayan tardado tanto en llegar a Jerusalén, atravesando montañas y desiertos, pudiendo haber cogido el puente aéreo...».
Prosigue Cardini: «¿Creéis que me he vuelto loco? No, lo digo absolutamente en serio. Si resulta tan evidente que los cruzados no podían disponer de aviones porque todavía no estaban inventados, tampoco se puede pretender que pudieran razonar según los parámetros de tolerancia y de respeto a la vida humana que Occidente elaboró tan fatigosamente entre los siglos XVI y el XIX». Y añadía como conclusión: «Alguno rebatirá que esos principios ya estaban en el Evangelio, y que los cruzados, en teoría, eran cristianos. Sin duda, pero la fe cristiana en los siglos XI, XII y XIII no era comprendida ni vivida como en nuestros días».
El historiador remacha: «Que Dios me perdone, pero las excusas que se le piden a los bisnietos en nombre de los antepasados me producirían una sonrisa si no fueran una violación de los deberes del historiador -que debe comprender y no condenar de modo ingenuamente anacrónico- y son una grave injusticia para aquellos creyentes que nos precedieron».
Fue el mismo Cardini el que volvió a recordar más adelante cómo el moderno Occidente ha contribuido a crear la reacción islámica de la que ahora es objetivo. En el mundo musulmán, todo lo que viene de Europa, de Israel, de América, es calificado, invariablemente y con odio, de «cruzada». «Cruzados» son los israelitas que destruyen casas y levantan muros; «cruzados» son los americanos que bombardean y ocupan; «cruzados» son los europeos, aunque lleguen a ellos con organizaciones humanitarias. En realidad, como ya ha documentado el historiador florentino, la memoria de las expediciones de los siglos X y XI había desaparecido prácticamente entre los musulmanes, e incluso en las zonas que contemplaron aquellos enfrentamientos.
En efecto, objetivamente hablando, las cruzadas -que movilizaron a pocos miles de hombres- fueron un pinchazo de aguja en un mundo islámico que abarcaba desde Portugal a Asia central. Pero llegó la era del colonialismo y de los Gobiernos europeos -empezando por el francés-, compuestos por masones, y que actuaban como brazos políticos de las Grandes Logias, se inquietaron porque en el séquito de las tropas que conquistaban territorios en África y en Asia había misioneros. Era necesario neutralizarlos. De ahí el gran interés por instalar también en aquellos lugares la contra-Iglesia, la masonería, en la que educar a los hombres notables locales.
A aquellas logias se les confió también la propaganda anticatólica: ¿cómo tomar en serio a unos sacerdotes cuyos predecesores habían organizado y gestionado campañas de guerra contra el islam, que habían masacrado a niños, violado a mujeres, robado tesoros y a todo esto le habían llamado «cruzada»? La memoria de aquellos hechos, disfrazada con las ropas de la tan cacareada leyenda negra, fue resucitada, anunciada a la plebe (que a menudo no había oído hablar de nada de eso) y cada vez se radicalizó más. El colonialismo se acabó, pero la semilla sembrada había cogido fuerza: el odio destinado a la Iglesia terminó por involucrar a todo Occidente, con los resultados que ahora vemos.
La cruzada no fue una agresión y no fue una Guerra Santa: fue legítima defensa. Y ésta es una verdad que a la gente le cuesta asumir. Y, sin embargo, bastaría un pequeño atlas histórico para poder comprender. Cuando Constantinopla hizo llegar a Europa su llamada de auxilio, el extensísimo imperio romano de Oriente había quedado reducido a los límites de Grecia, menos de la mitad de Italia. Tras la conquista de Oriente Medio y de toda África del Norte, a los guerreros de Alá les faltaba sólo un paso más para acabar de una vez con el último bastión de la cristiandad. Para los cristianos, acudir en ayuda de los hermanos era un deber sagrado.
Ciertamente, la Historia es misteriosa, y a los ojos humanos, quizá cruel. Nacidas también como empresas de solidaridad entre cristianos orientales y occidentales, las cruzadas terminaron por crear entre las dos comunidades un muro que todavía no se ha conseguido resquebrajar. Aquella Constantinopla que los turcos no habían conseguido expugnar hasta entonces, fue tomada y saqueada en 1204 por un ejército que había partido de Europa con la insignia de la cruzada y que, en lugar de hacerlo contra los infieles, terminó por enzarzarse con los propios hermanos en la fe.
Si la cruzada no fue agresión, no fue tampoco, por tanto, guerra de religión. Lo que importaba era volver a abrir a los cristianos la vía de la peregrinación hacia el Santo Sepulcro; nadie tenía intención de convertir al Evangelio a los seguidores del Corán. No hubo esfuerzos misioneros y, aparte de algún hecho aislado de grupillos fanáticos, ningún musulmán fue incordiado por profesar su fe. La Iglesia, por tanto, no puso nunca este objetivo en sus cruzadas. Como muestran las fuentes, en Jerusalén los mismos Templarios, dispuestos siempre a la batalla si fuera necesario, tenían una mezquita junto a su iglesia, y cada uno dejaba que el otro rezase a su Dios. Los primeros intentos de conversión en aquellos lugares se remontan al siglo XIII, como obra de los franciscanos, cuando ya todo había terminado para los reinos cristianos y el islam había vuelto a extender su manto. No es casual que aquellos frailes terminaran casi todos siendo martirizados.
No a la hostilidad. En cuanto a la relación con los judíos, me remito a lo que escribe un historiador americano actual, Thomas F. Madden. Me parece significativo, dado que se trata de un estudioso protestante:
«Como en cualquier conflicto, hubo desventuras, errores y crímenes. A comienzos de la primera cruzada en 1095, un grupo conducido por el conde Emicho de Leiningen, se abrió camino a lo largo del Rin robando y asesinando a los judíos que se encontraban a su paso. Los obispos locales intentaron sin éxito frenar la masacre. A los ojos de aquellos guerreros, los judíos eran enemigos de Cristo. Matarlos, por tanto, no era pecado. Efectivamente, creían que se trataba de un acto de rectitud, pudiendo utilizar así el dinero de los judíos en financiar la cruzada hacia Jerusalén. Pero se habían equivocado y la Iglesia condenó firmemente la hostilidad contra los judíos».
Cincuenta años más tarde, cuando la segunda cruzada estaba a punto de comenzar, san Bernardo proclamaba que no había que tocar a los judíos: «Preguntad a quien conozca las Sagradas Escrituras qué es lo que se dice para los judíos en el salmo: “Ruego por que no sean destruidos”, está escrito. Los judíos son para nosotros la palabra viva de la escritura, nos recuerdan aquello por lo que siempre sufrió nuestro Dios [...] bajo los principios cristianos soportan una prisión dura, pero “aguardan el tiempo de su liberación”».
Con todo, un tal Radulf, monje cisterciense, azuzó a unos cuantos contra los judíos de Renania, a pesar de las cartas que le envió Bernardo para frenarlo. Finalmente, el santo se vio obligado a acudir personalmente a Alemania, donde tomó a Radulf y lo devolvió a su convento y así terminó con las masacres. El historiador norteamericano Thomas F. Madden afirma:
«A menudo se dice que las raíces del Holocausto se encuentran en estos pogromos medievales. En realidad, las raíces se remontan mucho más atrás, son más profundas y se extienden más allá del tiempo de las cruzadas. Muchos judíos perecieron, pero el objetivo verdadero no era realmente matar a los judíos, sino exactamente el contrario: papas, obispos y predicadores aseguraron que los judíos no iban a ser hostigados. En la guerra moderna llamamos a las muertes trágicas como estas “daño colateral”. En los EE UU, con las tecnologías “inteligentes”, se ha asesinado a muchos más inocentes que todos los que pudieron matar nunca los cruzados. Pero ninguno osaría decir seriamente que el objetivo de las guerras americanas es masacrar mujeres y niños».
España y la cruzada. Los caminos del mundo fueron abiertos por la fuerza y el entusiasmo de un ideal poderoso, que no fue sofocado con el final de las expediciones y que permanecía en el umbral de la edad contemporánea. Las velas de las carabelas de Colón llevaban la gran cruz roja de las cruzadas: se intentaba llegar a las Indias navegando hacia Occidente para encontrar oro y plata que sirvieran para financiar la reanudación de la lucha. Esta vez con España que, una vez atravesado el estrecho de Gibraltar, alcanzaría la remota Jerusalén con una marcha victoriosa a través del Norte de África. Éste era el sueño de los Reyes Católicos.
Pero ya en 1245 se había abierto hacia Oriente la vía de Asia: el franciscano Giovanni da Pian del Carpine había sido enviado, diez años antes de Marco Polo, a la tierra de los mongoles para obtener su alianza, sorprender al islam entre dos fuegos y reanudar la cruzada. El mismo objetivo tuvieron, en 1253, las embajadas que san Luis de Francia envió a Persia (con el dominico Ivo el bretón) y a China (con el franciscano Guillermo de Rubruck).
¿Quién recuerda ahora que a la salvación de Europa contribuyó una realidad que sin las cruzadas no habría sido posible? Por ejemplo, la Orden del Temple y los templarios u hospitalarios, que nacieron para atender los Santos Lugares en Tierra Santa. Cuando fue expulsada de allí, después de Chipre, y más tarde de Rodas, la orden, instalada en Malta, se convertirá en la mayor potencia de todo el Mediterráneo, la única capaz de hacer frente a las flotas otomanas y mantener el mar limpio de las embarcaciones de piratas que lo surcaban a la caza de cristianos para vender como esclavos en Argelia o Túnez.
La «Garzantina», la pequeña enciclopedia Universal, es el instrumento de primera formación más difundido en Italia, desde hace años. Yo lo tengo sobre el escritorio, como libro de primeros auxilios. Voz «cruzadas»: «Expediciones que tuvieron como base razones sociales, económicas y políticas». Éstas, y sólo éstas, según el manual. La fe, por tanto, no es un razón suficientemente importante como para incluirla, para explicar quizá que, durante siglos, millones de ricos y pobres, de jóvenes y viejos, de hombres y de mujeres (¡cuántas familias partieron al completo!) hayan afrontado miserias, fatiga y hasta la muerte persiguiendo el sueño de liberar, para siempre, los lugares santificados por Cristo.
En la primavera de 1097, cuando los jefes dieron la señal de partida de Constantinopla, eran más de cien mil. Cuando, dos años después, en junio de 1099, llegaron bajo los muros de Jerusalén, eran menos de veinte mil: los otros habían muerto durante el camino o habían sido capturados, para ser vendidos como esclavos, por incursiones de saqueadores y piratas. Pero cuidado, no saquéis a relucir la fe para explicar semejante obstinación en alcanzar la meta a cualquier costa. ¿A quién queréis engañar, cristianos? ¡Sabemos muy bien que los motivos eran solo sociales, económicos y políticos! Palabra de enciclopedia.
Políticamente incorrecto. Hablábamos de Franco Cardini, el historiador. Le debemos también una biografía de san Francisco en la que hace justicia al santo, todo diálogo, tolerancia, ecologismo; un texto construido antes del romanticismo y de las ideologías actuales, que lo instrumentalizan para su propia propaganda. En realidad, el Francisco «verdadero» se sumó a la quinta cruzada y no sólo no dijo nunca una sola palabra de condena o de crítica, sino que llegó a dar consejos a los jefes de la expedición sobre los modos y los plazos para afrontar la batalla bajo Damietta. Y se lamentó profundamente de que el éxito no acompañara a los cristianos.
Cardini subraya cómo muchos biógrafos modernos han revestido de ropajes políticamente correctos aquella experiencia del Santo que se concilia mal con la caricatura de «tonto del lugar» que predicaba a los pajarillos, hablaba con los lobos y abrazaba alegremente a todos los que se encontraba por el camino. Incluido el sultán, aquel al que el Francisco histórico, no el del mito, fue a visitar. No para dialogar, sino para convertirlo, desafiándolo a una prueba para ver si era más poderoso el Dios de Jesús o el de Mahoma.
Pero volvamos a Cardini: «Para sostener la imagen “correcta” del santo se han utilizado argumentos que rozan el ridículo. Por ejemplo, que nunca llevaba armas (fingiendo ignorar que su condición de clérigo le prohibía llevarlas). Se han forzado las fuentes para leer - en un episodio en que Francisco desaconseja a los cruzados ofrecer batalla, porque había tenido una visión de la derrota- una especie de astucia para evitar el combate. Se ha dicho además -¡y sin justificación alguna!- que predicó a los cruzados para que abandonaran las armas. Y se ha dicho también, para rematar esta galería de bobadas, que «Francisco ha demostrado querer convertir a los fieles a través del amor, y no con la espada».
Vittorio MESSORI para Bitácora PI
Dos son los mejores aliados de la mentira: la reiteración pertinaz, y la ignorancia. En el caso de la mentira periodística como instrumento permanente de descrédito de la Iglesia, la reiteración de tópicos viejos y nuevos es constante. Y cuando estos tópicos hacen referencia a la historia –igual da que sea de la antigüedad, la edad media, la época moderna o la contemporánea- el desparpajo con que se repiten, consigue una imagen global de la realidad totalmente distorsionada.
Y si nos fijamos bien, los ataques que enseguida surgen en torno a la Iglesia e incluso a la fe cristiana, en cuanto el tema sale en una clase de Instituto o de Universidad, en una conversación de amigos, o en cualquier parte, son ataques en torno a la historia de la Iglesia.
A las típicas leyendas negras de la historia de la Iglesia que hemos asumido sin la más elemental matización histórica –ya saben, Cruzadas, Inquisición, etc…- hay que añadir las nuevas leyendas que tienen el descaro añadido de referirse a la actualidad, pero que cuelan igual que las viejas.
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2 comentarios :
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Excelente entrada,me fascina el tema de las Cruzadas y los caballeros Templarios,los custodios del Grial.
ResponderEliminarPues claro que ha sido legítima defensa,si no llega a ser por ellos hoy día Al-Andalus seguiria existiendo,es increible como hasta dia de hoy,las "cruzadas" siguen de algun que otro modo.
Un saludo.
Siguen y seguirán mientras existan políticos que su único deseo consiste en desprestigiar al cristianismo, aunque para ello tengan que retroceder a tiempos atávicos.
ResponderEliminarLas cruzadas no se pueden juzgar con la perspectiva de nuestro siglo, todos en aquella época estaban envueltos en conquistas, cruzadas y guerras, pero las únicas que salen y saldrán a relucir perpetuamente son estas, pero además falseando la realidad, no quieren reconocer que el avance de Europa es gracias a las cruzadas.
Cosas de los progresistas, ya nos tienen acostumbrados
Saludos