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18.3.06

Europa entre la la intolerancia y la ingenuidad


La confusión generada en torno al Islam y a la aparición de grupos terroristas que matan en su nombre exige, ciertamente, un análisis serio y profundo.

Ante la sorpresa de los Europeos los atentados que sucedían en otras partes del mundo, sobre todo en Oriente Medio, golpearon a Europa, nadie se lo esperaba, y el Islam no pasaba de ser, para la mayor parte de los occidentales, una peculiaridad religiosa muy localizada.
Pero aquellos que han trabajado y vivido en países de mayoría islámica saben bien de las dificultades por las que debe atravesar allí cualquier extranjero, y más si pretende ejercitar su propio culto religioso.
La mayoría de los problemas de convivencia entre cristianos y musulmanes, en estos países, vienen originados por la adopción de la sharia –la ley islámica– como ley civil que regula todos los ámbitos de la vida. Sharia significa camino, y designa el recorrido que debe seguir todo musulmán para hacer la voluntad de Alá.

Tiene su base en el Corán y en los dichos y hechos de Mahoma, así como en las decisiones adoptadas por consenso dentro de cada comunidad creyente, y regula hasta las más mínimas cuestiones de la vida cotidiana, no sólo religiosa, sino también civil, debido a la pretensión del Islam de identificar la religión con la organización social y política del Estado.

Muchas de sus prescripciones se oponen a derechos humanos fundamentales, como el castigo de cortar las manos a los ladrones, la lapidación de las mujeres sorprendidas en adulterio, y la condena a muerte de todos aquellos musulmanes que abandonan el Islam por otra religión.
La sharia se opone frontalmente al derecho a la libertad religiosa, pues recoge del Corán la superioridad del Islam sobre el judaísmo y el cristianismo; incluso algunas suras, o versículos, del libro sagrado de los musulmanes alientan a los fieles a combatir con violencia, y hasta matar, a todo aquel que no sea musulmán.

Sin embargo, a pesar de contradecir los derechos fundamentales de la persona, multitud de países han adoptado la sharia como ley reguladora de todos los ámbitos de la vida civil, religiosa y social. En cualquier caso, no existe una sharia concebida como una lista clara y concreta de leyes a aplicar, porque depende de la escuela de interpretación que se siga. Actualmente, hay cuatro escuelas principales: shâfi’îtas, hanbalitas, hanafitas y malikitas; los distintos países han elaborado leyes, más o menos estrictas, de acuerdo con la escuela jurídica adoptada.

Un dicho afirma que cada verso del Corán tiene siete significados, comenzando por el sentido literal, y así hasta el séptimo y más profundo significado, que sólo Alá conoce. El problema surge cuando se asiste a una diversidad de interpretaciones que muchas veces son contradictorias en sí mismas, y que dependen de la intención previa que posea el lector de los versículos del Corán.

Uno de estos términos que sugieren en los musulmanes significados distintos –y hasta contradictorios– es el de jihad, la guerra santa. El jesuita padre Giuseppe De Rosa explica cómo, «según el Derecho musulmán, el mundo está dividido en tres partes: dâr al-islam (casa del islam: los países en los que está vigente la ley coránica); dâr al-´ahd (casa del pacto: los países con los que se ha estipulado un acuerdo); y dâr al-harb (casa de la guerra: los países de infieles, contra los que los musulmanes, por lo menos en teoría, se hallan en estado de guerra, una guerra que continuará mientras no esté todo el mundo sometido al Islam).

En cuanto a los países pertenecientes a la casa de la guerra, la ley canónica islámica no reconoce otra relación con ellos que la propia de la jihad, que significa esfuerzo en el camino de Alá, y que tiene dos significados igualmente esenciales y que no deben ser disociados. En el primer significado, jihad hace referencia al esfuerzo que el musulmán tiene que realizar para ser fiel a los preceptos del Corán, y así mejorar su propia sumisión (islam) a Alá. En el segundo, indica el esfuerzo que el musulmán tiene que realizar para combatir por el camino de Alá, es decir, para luchar contra los infieles y difundir el Islam por todo el mundo. La jihad es un precepto de la máxima importancia, tanto que a veces es enumerado entre los preceptos fundamentales como sexto pilar del Islam. La obediencia al precepto de la guerra santa explica el hecho de que la historia del Islam sea una historia de guerras sin fin por la conquista de los territorios de los infieles».

Otro de los conceptos clave para entender la autocomprensión de los musulmanes dentro del mundo es el de umma, o comunidad islámica. Escribe el padre De Rosa: «La ley islámica no conoce los conceptos de nación y de ciudadanía, sino solamente la umma, la única comunidad islámica, por la que el musulmán puede vivir en cualquier país islámico como en su patria: está sujeto a las mismas leyes, encuentra las mismas costumbres y goza de la misma consideración.

La noción moderna de ciudadanía, a pesar de los considerables esfuerzos de intelectuales de toda orientación, entra muy lentamente y con mucho trabajo en la mayor parte de los países árabe-musulmanes. Se tiene la impresión de que, en la orientación de fondo de muchos Estados musulmanes (si no en la ley), las categorías de comunidad dominante y de las demás comunidades, más o menos dominadas, están siempre presentes».

Todo ello favorece la aparición en Occidente de tensiones y curiosas situaciones –aprovechando bien la confusión reinante en Occidente, que, en aras de una pretendida tolerancia, es capaz de renunciar a sus propios derechos y tradiciones–, como la eliminación del crucifijo de las escuelas y la censura del cuento Los tres cerditos –este caso se dio en una escuela británica–, para no ofender la sensibilidad de los alumnos musulmanes, que no pueden comer carne de cerdo.


Todo ello es aprovechado por las organizaciones islámicas para exigir toda una serie de reclamaciones a los Gobiernos europeos: construcción de mezquitas, mataderos propios para la matanza de animales según el Corán, menú islámico en los comedores escolares y de empresa, enseñanza de la religión musulmana en las escuelas, reconocimiento de las principales festividades del calendario musulmán, posibilidad de ausentarse del trabajo para participar en la oración ritual del viernes…

Tras los acontecimientos del 11-S y del 11-M, Europa, sumida en un devastador proceso secularizador, no deja de preguntarse por qué en nombre de Dios algunos están determinados a matar, y a matarse a sí mismos, y si hay alguna religión a salvo de este tipo de fundamentalismo. De vez en cuando, portavoces de asociaciones de musulmanes aparecen en los medios afirmando que Islam significa paz, y que los que cometen estos atentados no son verdaderos creyentes.

Quizá la respuesta deba surgir de entre las propias filas de las comunidades musulmanas, necesitadas de una voz carismática que llame a la paz en nombre de Dios, en contraste con otras tantas que promueven precisamente lo contrario, y que cobran tintes heroicos a los ojos del resto del pueblo musulmán.

En un reciente artículo titulado Entender a los terroristas suicidas, Lee Kuan Yew, ministro de Singapur, ha afirmado: «Los Gobiernos pueden mejorar sus servicios de inteligencia, destruir redes terroristas o incluso ampliar potenciales objetivos; pero sólo los musulmanes con un enfoque más moderado y moderno de la vida pueden luchar con los fundamentalistas para controlar el alma musulmana».

También es hora de que Occidente se pregunte acerca de cuál ha sido y cuál debe ser a partir de ahora su relación con el resto del mundo.
No puede seguir estableciendo meras relaciones comerciales, al filo de la explotación interesada más descarnada, que llevan consigo la exportación de una mercancía cultural peligrosa: la secularización, que los pueblos orientales –incluidos los musulmanes–, más sensibles a la relación con la divinidad, perciben como una seria amenaza de la cual deben defenderse.

Musulmanes en Europa

La llegada de numerosos musulmanes a nuestro continente, favorecida por el bajo índice de natalidad en Europa –producto de la que el Papa Juan Pablo II llama cultura de la muerte– y su consiguiente pérdida de fuerza laboral, plantea, en ocasiones, problemas de convivencia, debido a que es difícil conciliar la concepción acerca de la separación Iglesia-Estado –heredera del cristianismo– con la ambición del Islam de abarcar todas las esferas de la sociedad.

El cardenal Giacomo Biffi alertaba sobre los peligros de esta situación: «Los musulmanes son portadores de una antropología y de unos valores radicalmente distintos de aquellos sobre los que está edificada la sociedad europea, en particular sobre las libertades individuales y la concepción de la familia, la mujer y los hijos. Europa no es un páramo semidesierto, sin Historia ni tradiciones, que se pueda poblar como si no hubiera un patrimonio típico de humanismo y civilización».

Acerca del futuro de Europa, el cardenal Biffi opina que «volverá a ser cristiana, o se volverá musulmana. Lo que encuentro sin futuro en Europa es la cultura de la nada, de la libertad sin límites y sin contenidos, del escepticismo como conquista intelectual. Esta cultura de la nada no será capaz de resistir el asalto ideológico del Islam; sólo el redescubrimiento del acontecimiento cristiano como única salvación para el hombre –y, por tanto, sólo una decidida resurrección de la antigua alma de Europa– podrá ofrecer un resultado distinto de esta inevitable confrontación. Además, ni los agnósticos ni los católicos parecen haberse percatado del drama que se está perfilando.

Los agnósticos, hostigando con todos los medios a su alcance a la Iglesia, no se dan cuenta de que combaten a la defensa más válida de la civilización occidental y sus valores de racionalidad y libertad. Los católicos, dejando difuminarse en sí mismos la conciencia de la verdad poseída y sustituyendo el ansia apostólica por el puro y simple diálogo a cualquier coste, inconscientemente preparan su propia extinción.

La esperanza es que la gravedad de la situación pueda llevar en algún momento a un eficaz despertar tanto de la razón como de la antigua fe».

Sobre este mismo asunto se ha manifestado el cardenal Angelo Sodano, Secretario de Estado de Juan Pablo II, quien ha afirmado que «hoy se advierte la necesaria exigencia de nuevos y más fuertes puentes con la cultura y la sociedad islámicas; y si existen personas y organizaciones que abusan del nombre del Islam y promueven la guerra y el terrorismo, será deber de la autoridad tomar las medidas necesarias para impedir su actuación».

Una de las voces más esperanzadas es la del cardenal Tettamanzi, arzobispo de Milán, que ha declarado a la revista Il Tempo: «Yo no tengo miedo del Islam. El cristianismo es debilidad, pero una debilidad que no tiene miedo de nadie, sino que tiene en sí misma la fuerza para encontrarse y dialogar con todos, y para caminar juntos».