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24.11.07

Las religiones asesinas

Título: Las religiones asesinas
Autor: Élie Barnavi
Tradución: Carmen García Cela


Extracto de Las religiones asesinas, de Élie Barnavi.

Un fantasma recorre el mundo: el terrorismo basado en la religión. Este ensayo intenta explicar los resortes morales de este fenómeno político, sin duda el que más angustia causa en nuestros días: el nacimiento de lo que Barnavi llama "el fundamentalismo revolucionario". La forma del texto, una serie de "tesis" breves y sólidamente argumentadas, permite situar este fenómeno en el contexto histórico y cultural de la religión política en sentido amplio. Redactado con una prosa simple e ilustrado con ejemplos concretos, este libro no es una obra erudita, sino de combate. Y aspira a darle al ciudadano democrático un bagaje con el que enfrentarse a un enemigo muy diferente de todos los que le han amenazado en el pasado.

[...] el fundamentalismo revolucionario no es específicamente musulmán, aunque en nuestros días ése sea esencialmente el caso. Se trata de una actitud mental, que, según las épocas, se ha manifestado con mayor o menor vigor en todas las religiones reveladas. Para entender esta actitud, hay que recordar que los monoteísmos son religiones históricas cuya concepción del tiempo es lineal. Hubo un principio y habrá un fin. Entre ambos, un momento de revelación hizo nacer esa historia sagrada, necesariamente superior a todas las demás, o mejor, que ha de llegar ser necesariamente la de la Humanidad en su totalidad: el don de la Torá a Moisés en el monte Sinaí, el advenimiento de Cristo, la aparición del arcángel Gabriel a Mahoma.

Esta concepción de la historia, que desemboca en el Juicio Final, genera una angustia personal y colectiva cuyas implicaciones políticas pueden ser temibles. ¿Qué hacer mientras se espera al Redentor, anunciador del final de los tiempos y, por lo tanto, de las miserias del hombre? A esta pregunta, casi todos los dirigentes religiosos siempre han contestado: nada, no hay que hacer nada. Esperar humildemente, llevar con paciencia el sufrimiento, tener esperanza. El Mesías vendrá cuando llegue su hora, según la voluntad de Dios, cuyos caminos, como todos sabemos, son inescrutables. Pero otros, más impacientes, no han podido esperar. El fuego sagrado que les quemaba las venas les empujaba a la acción. Es necesario, decían, allanar el camino del Redentor.
Esta actitud, que se denomina "milenarismo" en el cristianismo porque aspira a adelantar la llegada del milenio, la edad de oro de mil años que supuestamente reinará en la tierra después del Segundo Advenimiento de Cristo, ha existido y sigue existiendo, ya lo veremos, en los tres monoteísmos. De ella procede el fundamentalismo revolucionario.

Ya sé lo que va a decirme. Me reprocha usted que ignore la dimensión social del fundamentalismo revolucionario. Me dirá que, de hecho, estas pretendidas actitudes religiosas ocultan reivindicaciones que no tienen nada que ver con la religión y mucho con la pobreza, las masas de parados, la miseria, el retraso cultural, económico y social, la frustración nacional, y vaya usted a saber cuántas cosas más. No estoy ignorando ninguna de esas cosas. De sobra sé que un conflicto religioso nunca atañe exclusivamente a la religión. Esto ya se cumplía cuando se produjeron las "auténticas" guerras de religión, las que ensangrentaron la Francia del siglo XVI y que, no por haber alzado hasta enfrentarlas a dos concepciones antagónicas del cristianismo, dejaban de implicar aspectos políticos, dinásticos y sociales, nacionales e internacionales. Y esto también se cumple hoy, está claro.

Sin embargo, entonces igual que ahora, la religión no es sólo un tupido abrigo con el que se cubrirían unos intereses inconfesables. Se trata de una auténtica causa, sin la cual puede que las demás no hubiesen alcanzado para encender un conflicto de envergadura, y, de haberlo hecho, no habrían desembocado en un conflicto semejante. A lo mejor, o a lo peor, no se trata de una causa más, sino de la primera de todas, aquélla que ofrece a las demás el cimiento ideológico que de otro modo les faltaría. Pues el fundamentalismo revolucionario es un sistema en el que la religión se aplica al campo político en su conjunto, reduciendo la complejidad de la vida a un único principio explicativo, violentamente excluyente con todos los demás. Al igual que el comunismo o el fascismo de no hace tanto, funciona como una ideología totalitaria.

Para los que estéis interesados en comprar este libro, también podéis leer este resumen que nos ofrece: José ANDRÉS-GALLEGO.

Éste es un libro breve, claro e inteligente. Es posible que peque adrede de sencillo. Tiene la erudición imprescindible y no da demasiadas vueltas a la búsqueda de matices. La finalidad es explícita: el autor, Élie Barnavi (Bucarest, Rumania, 1946) nos avisa de que el terrorismo islámico va a ser el gran reto del siglo XXI y que hay que dejarse de engaños. Escuetamente, enumera primero una serie de frases del Corán que son una llamada expresa a la violencia y, cuando uno ha quedado convencido con eso, incluye otra enumeración de frases coránicas que son una llamada al apostolado pacífico y a la caridad.
En el fondo, subyace la idea de que las religiones, en sí mismas, no tienen por qué orientarse hacia el terror, pero que en realidad casi todas ellas admiten una interpretación pacífica y otra violenta. Al final de Las religiones asesinas queda claro que toda religión nace como un germen que adquiere sus perfiles reales en la historia. Sólo que a veces -ésta es la tesis de Barnavi- aparece alguien que quiere volver a los orígenes: es el fundamentalista.

Digo que lo dice el profesor Barnavi, porque, en consecuencia, señala a Erasmo de Rotterdam como un ejemplo vivo de fundamentalismo, aunque fuera pacífico. Es más convincente cuando dice que, entre los fundamentalistas, es relativamente frecuente que haya quien da un segundo paso y recurre a la violencia. Enumera ejemplos importantes en el catolicismo, en el judaísmo, en el protestantismo... y se detiene en el Islam por la sola razón de que es el toro que nos toca lidiar.La tesis es convincente.

Élie Barnavi deduce taxativamente, de ello, que hay que dejarse de diálogos y alianzas de civilizaciones cuando con gentes que no quieren ni aliarse ni transigir. Y que todo lo que sea adentrarse por ese camino es un error que pagaremos. Pide, en suma, que el Estado -o sea los gobernantes- ponga las cosas en su sitio por medio de la ley y del ejercicio de la justicia, sin contemplaciones. Así, Barnavi parece inclinarse por el planteamiento francés: el Estado como garante de las libertades incluso para los que no desean ser libres (y de ahí lo de impedir que lleven velo las mujeres que quieren llevar velo).
No le gusta la solución estadounidense, que considera fundamentalista (pacífica). Pero no se le oculta que las rebeliones juveniles de los suburbios de algunas ciudades francesas, en los últimos años, prueban que hay otros factores que influyen en todo esto. Y son infinidad. No los sistematiza; van apareciendo en el libro y, por eso, pueden dar impresión de que el autor se contradice con ello. Pero lo cierto es que la gente es variopinta y cada cual se anima a hacerse terrorista por las inclinaciones más diversas que se puedan imaginar.

El profesor y ex embajador Barnavi no lo afirma; pero, en lo que afirma, se percibe una vez más la posibilidad de que, en el fondo, haya un ingrediente nihilista en el mundo islámico actual; ingrediente que quizá no terminamos de conocer y mucho menos comprender. En parte, el terrorismo islámico reproduce el placer de matar por el mero hecho de matar que se está registrando con asombro en la católica Iberoamérica, de uno a otro extremo.
Claro que allí es justamente un síntoma de retroceso del catolicismo y que es llamativo que el fenómeno se repita en el Islam, donde no parece que se pueda hablar de retroceso alguno, sino de todo lo contrario.

En este sentido, de pasada, se hace una acotación en el libro que no hay que echar en saco roto: la fijación del centro de la Iglesia en Roma -comenta Barnavi- fue una decisión genial para reforzar el poder y, por tanto, fortalecer la propia Iglesia, al situar el trono del papa lo más cerca posible del emperador y, en teoría, por encima de éste. Pero fue también su sentencia; porque lo que se provocó de ese modo fue justamente el fortalecimiento del estado. Así, podría decirse que la Iglesia vino a ser la creadora del estado, que fue el instrumento para, después, reducir a la Iglesia al ámbito privado, del que nunca -dice Barnavi (y Dios le oiga, si es que lo entendemos igual)- podrá salir.
En las religiones donde el poder civil y el religioso se confunden, las cosas están llamadas a ser bastante peores. Y el problema es que ése no es ya sólo el problema de los países islámicos, sino de más de media Europa.

Éste es un libro breve, claro e inteligente. Es posible que peque adrede de sencillo. Tiene la erudición imprescindible y no da demasiadas vueltas a la búsqueda de matices. La finalidad es explícita: el autor, Élie Barnavi (Bucarest, Rumania, 1946) nos avisa de que el terrorismo islámico va a ser el gran reto del siglo XXI y que hay que dejarse de engaños. Escuetamente, enumera primero una serie de frases del Corán que son una llamada expresa a la violencia y, cuando uno ha quedado convencido con eso, incluye otra enumeración de frases coránicas que son una llamada al apostolado pacífico y a la caridad. En el fondo, subyace la idea de que las religiones, en sí mismas, no tienen por qué orientarse hacia el terror, pero que en realidad casi todas ellas admiten una interpretación pacífica y otra violenta.

Al final de Las religiones asesinas queda claro que toda religión nace como un germen que adquiere sus perfiles reales en la historia. Sólo que a veces -ésta es la tesis de Barnavi- aparece alguien que quiere volver a los orígenes: es el fundamentalista. Digo que lo dice el profesor Barnavi, porque, en consecuencia, señala a Erasmo de Rotterdam como un ejemplo vivo de fundamentalismo, aunque fuera pacífico. Es más convincente cuando dice que, entre los fundamentalistas, es relativamente frecuente que haya quien da un segundo paso y recurre a la violencia. Enumera ejemplos importantes en el catolicismo, en el judaísmo, en el protestantismo... y se detiene en el Islam por la sola razón de que es el toro que nos toca lidiar.

La tesis es convincente. Élie Barnavi deduce taxativamente, de ello, que hay que dejarse de diálogos y alianzas de civilizaciones cuando con gentes que no quieren ni aliarse ni transigir. Y que todo lo que sea adentrarse por ese camino es un error que pagaremos. Pide, en suma, que el Estado -o sea los gobernantes- ponga las cosas en su sitio por medio de la ley y del ejercicio de la justicia, sin contemplaciones.

Así, Barnavi parece inclinarse por el planteamiento francés: el Estado como garante de las libertades incluso para los que no desean ser libres (y de ahí lo de impedir que lleven velo las mujeres que quieren llevar velo). No le gusta la solución estadounidense, que considera fundamentalista (pacífica). Pero no se le oculta que las rebeliones juveniles de los suburbios de algunas ciudades francesas, en los últimos años, prueban que hay otros factores que influyen en todo esto. Y son infinidad. No los sistematiza; van apareciendo en el libro y, por eso, pueden dar impresión de que el autor se contradice con ello. Pero lo cierto es que la gente es variopinta y cada cual se anima a hacerse terrorista por las inclinaciones más diversas que se puedan imaginar.

El profesor y ex embajador Barnavi no lo afirma; pero, en lo que afirma, se percibe una vez más la posibilidad de que, en el fondo, haya un ingrediente nihilista en el mundo islámico actual; ingrediente que quizá no terminamos de conocer y mucho menos comprender. En parte, el terrorismo islámico reproduce el placer de matar por el mero hecho de matar que se está registrando con asombro en la católica Iberoamérica, de uno a otro extremo. Claro que allí es justamente un síntoma de retroceso del catolicismo y que es llamativo que el fenómeno se repita en el Islam, donde no parece que se pueda hablar de retroceso alguno, sino de todo lo contrario. En este sentido, de pasada, se hace una acotación en el libro que no hay que echar en saco roto: la fijación del centro de la Iglesia en Roma -comenta Barnavi- fue una decisión genial para reforzar el poder y, por tanto, fortalecer la propia Iglesia, al situar el trono del papa lo más cerca posible del del emperador y, en teoría, por encima de éste. Pero fue también su sentencia; porque lo que se provocó de ese modo fue justamente el fortalecimiento del estado. Así, podría decirse que la Iglesia vino a ser la creadora del estado, que fue el instrumento para, después, reducir a la Iglesia al ámbito privado, del que nunca -dice Barnavi (y Dios le oiga, si es que lo entendemos igual)- podrá salir.

En las religiones donde el poder civil y el religioso se confunden, las cosas están llamadas a ser bastante peores. Y es el problema es que ése no es ya sólo el problema de los países islámicos, sino de más de media Europa.

José ANDRÉS-GALLEGO