El extremismo de parte de la comunidad islámica malaya rompe la hasta ahora pacífica convivencia con cristianos
Malasia no es Irán. Desde su independencia de los británicos en 1957, esta nación del sureste asiático se enorgullece de la convivencia entre malayos musulmanes, chinos budistas, hindúes y cristianos. Espoleada por los hábiles empresarios chinos y apoyada en la industria tecnológica y los recursos naturales que explotan las compañías estatales -como petróleo, gas y madera- la economía ha crecido un 7 por ciento anual hasta convertir a Malasia en el segundo país más próspero y estable del sureste asiático, a bastante distancia de Singapur pero muy por delante de Tailandia e Indonesia.
Esta pujanza se aprecia en el centro de la capital, Kuala Lumpur, presidida por las torres Petronas, en su día el edificio más alto del mundo. En torno a ellas ha crecido una jungla de rascacielos con restaurantes de diseño, bares con piscina en sus terrazas y galerías comerciales con boutiques de Chanel, Dior, Louis Vuitton o Armani y concesionarios de Bentley y Jaguar.
Condena por beber cerveza
Todo un ejemplo del progreso y la modernidad que ha traído la globalización. Pero, en los últimos tiempos, han dado la vuelta al mundo varias noticias que muestran la cara más radical de esta nación donde el 60 por ciento de sus 28 millones de habitantes son musulmanes de la etnia malaya. Frente a las normas civiles que rigen para el resto de la población, sobre los musulmanes impera la «Sharía» (ley islámica), que ha empezado a dictar sus controvertidas sentencias.
A principios de febrero, tres mujeres fueron azotadas por mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio. Se trataba del segundo castigo físico ordenado después de que la modelo Kartika Sari Dewi Shukarno fuera condenada el verano pasado a latigazos por beber cerveza, una pena que todavía no ha sido ejecutada.
En enero se desató la tensión interreligiosa y varias iglesias y mezquitas fueron atacadas después de que el Alto Tribunal permitiera a los cristianos utilizar la palabra «Alá» en lengua malaya para referirse al Dios de la Biblia.
Y, actualmente, está siendo juzgado por sodomía el ex viceprimer ministro y líder del opositor Partido de la Justicia Popular (Keadilan), Anwar Ibrahim, ya que un antiguo ayudante ha denunciado que abusó de él en junio de 2008. Paradójicamente, los cargos no son por violación, sino por sodomía, una acusación muy grave porque la homosexualidad, incluso consentida, está penada hasta con 20 años de cárcel. Curiosamente, Anwar Ibrahim ya fue condenado por un caso similar en 1998, cuando era viceprimer ministro, y tuvo que pasar seis años en la cárcel hasta que el Tribunal Supremo revocó la condena.
Por ese motivo, Anwar ha acusado al Gobierno del primer ministro Najib Razak de orquestar una campaña judicial en su contra, ya que el ascenso de su partido amenaza la hegemonía del Frente Nacional (Barisan), una coalición liderada por la Organización Nacional para la Unidad Malaya (UNMO) que gobierna el país desde la independencia.
«El Gobierno está dividido y se ha radicalizado para lograr el apoyo musulmán», explica a ABC el sacerdote jesuita Lawrence Andrew, director del semanario católico «Herald». Dicha publicación fue denunciada por utilizar la palabra «Alá» en malayo para referirse al Dios cristiano y, aunque los jueces le han dado la razón en primera instancia, el Ejecutivo apelará la sentencia ante el Tribunal Supremo.
«Desde que san Francisco Javier evangelizara estas tierras en el siglo XVI, los cristianos hemos usado dicho término, pero el nacionalismo malayo utiliza la religión políticamente», critica Andrew, quien advierte de que dicha radicalización «pone en peligro las inversiones extranjeras, amenaza la convivencia y genera desigualdad». Sobre otros grupos étnicos, los «bumiputra» (indígenas malayos) tienen privilegios recogidos por el artículo 153 de la Constitución, como becas, cuotas y préstamos a bajo interés.
Además del islam, un 20 por ciento de chinos practican el budismo; un 9 por ciento el cristianismo y un 7 por ciento el hinduismo. En Malasia ha estallado una soterrada guerra de religiones: «Al ser un país multicultural, hay una auténtica competición», reconoce el franciscano Michael Chua, responsable de Asuntos Interreligiosos de la Archidiócesis de Kuala Lumpur.
«Alá, el Dios del islam»
Por su parte, Nik Mund Marzuki, uno de los «ustad» (maestros) de la Unidad de Entendimiento del Islam perteneciente el Departamento Religioso del Gobierno, replica que «hay un consenso generalizado en todo el mundo para definir a Alá como el Dios de los musulmanes» y pide «respeto para las normas religiosas y sociales islámicas porque los castigos físicos están contemplados por la «Sharía» y nosotros no criticamos la secularización de Occidente».
Un peligroso debate se ha abierto en Malasia, que no es Irán pero muchos advierten de que lleva camino de convertirse en una nación islámica.
Velos contra «ladyboys»
Cubiertas por el «niqab», las segundas esposas permitidas por la poligamia pasean junto a jóvenes que se emborrachan en las discotecas y transexuales
PABLO M. DÍEZ | KUALA LUMPUR
En Malasia no sólo se libra una guerra religiosa encubierta entre musulmanes y cristianos, sino también un pulso entre la apertura social que ha traído el desarrollo y la rigidez islámica, incompatible con la laxitud de las costumbres y la tolerancia propias del budismo en el Sureste Asiático.
“Hay una auténtica doble moral por parte de las autoridades”, denuncia el jesuita Lawrence Andrew. El sacerdote, director del semanario católico “Herald”, critica que “mientras los tribunales de la “Sharía” ordenan azotar a mujeres por beber cerveza o mantener relaciones sexuales extramaritales, la prostitución se ejerce abiertamente en la calle y los propietarios de muchos bares y discotecas son ricos hombres de negocios malayos”.
De hecho, algunos sultanes tienen fama de ser grandes bebedores de whisky, lo que choca con su título de “Yang di-Pertuan Agong” y máxima figura religiosa cuando les toca ocupar el trono, ya que la democracia en Malasia no es hereditaria, sino rotatoria. Cada cinco años, la corona se va pasando entre los sultanes de nueve estados, que ocupan el cargo ceremonial de reyes pero son muy respetados por los malayos musulmanes por representar las más ancestrales tradiciones culturales y erigirse como cabeza del Islam.
Pero, como los hábitos están cambiando a marchas forzadas por el progreso económico y la globalización, los jóvenes malayos, musulmanes por ley según el artículo 160 de la Constitución, se mezclan junto a chinos e indios para beber alcohol en locales de moda como “Zouk”, donde los porteros hacen la vista gorda al inspeccionar sus carnés de identidad, en los que consta la leyenda “Islam” bajo sus fotos. “El Gobierno está dando escarmientos a la gente para justificarse ante sus votantes más tradicionales porque la moral se ha relajado”, indica Liya, una joven guía malaya, después de echarse al gaznate nueve chupitos de tequila y B-52 y de bailar en la barra luciendo las esculturales piernas que deja al desnudo su minifalda.
Nada que ver con el “niqab”, una especie de “burka” que tapa todo el cuerpo menos los ojos, y los pañuelos cubriéndoles la cabeza que llevan otras mujeres. Permitidas por la poligamia, algunas son segundas o terceras esposas que se pasean con sus maridos, por cierto ellos en bermudas y tocados con gorras americanas, por las céntricas calles de Bukit Bintang. A cada dos pasos, aquí se ofrecen masajes incluso por “ladyboys” (transexuales), mientras que en el “Beach Club”, a la sombra de las Torres Petronas, trabajan cada noche “señoritas” venidas desde Vietnam, Indonesia, Filipinas, Tailandia y hasta Ghana.
Al tiempo que las páginas “web” pornográficas son las más visitadas por los internautas de Kelantan y Pahang, los estados más islámicos, la Policía de la “Sharía” (JAIS) patrulla por bares y parques buscando jóvenes musulmanes bebiendo o cometiendo el delito de “khalwat” (excesiva proximidad). Aunque algunos juristas ya han propuesto extender a toda la sociedad la prohibición de besarse y acariciarse en público vigente ahora sólo para los musulmanes, las otras etnias y grupos religiosos, como chinos budistas, cristianos e hindúes, se oponen tajantemente. Con la fuerza que les da sumar el 40 por ciento de los 28 millones de habitantes de Malasia, se niegan a regirse por la “Sharía” y quieren seguir bajo la jurisdicción de los tribunales civiles.
Mientras tanto, el sacerdote franciscano Valentine Gompok denuncia que “para los cristianos es cada vez más difícil profesar nuestra fe”. Como consecuencia, el número de bautismos de adultos convertidos ha caído del millar de hace cinco años a los 629 que se celebrarán esta Semana Santa.
“El problema es que hay una islamización de las leyes, pero debería regir un sola regulación civil para todo el mundo”, se queja Basil Yap, un ingeniero de 33 años que ha abrazado la fe católica gracias a su novia Nelly Genove, quien pertenece a la etnia “kadazan” de Borneo. Como herencia de la época colonial, la mayoría de la población es cristiana en Sabah y Sarawak, los estados malasios de esta isla compartida con Brunei e Indonesia.
De Sabah también procede Anne James, una estudiante de Geología cuya familia se cambió el apellido al convertirse al catolicismo y tiene parientes musulmanes. “La convivencia siempre ha sido buena y espero que la radicalización islámica del Gobierno no quebrante la paz de mi país”, confía la joven. Amén
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