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21.6.09

Tres mujeres bomba, "shahidas".

Foto: Arin Ahmed
Tres mujeres dispuestas a castigar con su muerte.

Entre los años 2002 y 2006, durante la segunda intifada, al menos 78 mujeres palestinas decidieron suicidarse con explosivos matando a civiles israelíes. La ocupación, la represión, la vida controlada por el ejército israelí, todo les empujaba a hacer algo y decidieron convertirse en shahidas. De ellas, diez lograron su objetivo y mataron a 37 personas. Esta es la historia de tres mujeres bomba. Una lo consiguió. Otra fue detenida. La tercera se arrepintió

22 de mayo del 2002.
Un niño, el niño sonríe y el mundo da un vuelco…
La palestina Arin Ahmed llevaba 30 kilos de explosivos y clavos en la mochila. La madre israelí llevaba a su hijo en el cochecito. Se cruzaron. El niño, en ese instante, podría no haber mirado a Arin. Podría no haberle sonreído. Pero la miró. Y le sonrió.

“Dejé de sentirme –explica Arin–. Los pensamientos me inundaron. Traté de aclarar todo en mi cabeza, de lo más simple a lo más complejo. No sé cómo fue, sólo que fue muy, muy intenso.”
Arin no iba sola. La acompañaba un adolescente palestino, Issa Batir. Ya habían llegado al centro de Rishon Le Zion, al sur de Tel Aviv. Tenían que hacer explotar sus cuerpos –ella tenía 20 años– en la entrada del parque de Gan HaMoshava, en unas mesas donde los jubilados se apretujan para jugar a backgammon: él lo haría primero y, cuando acudieran los equipos de rescate, lo haría ella. Era el 22 de mayo del 2002.

“Ese niño de dos años me sonrió –afirma– y me recordó a mi sobrina Sarah, y pensé que quizá no tenía derecho a matar inocentes. Los israelíes matan a gente inocente, y pensé que no podía hacer lo que odiaba de los otros. Eso me frenó.”

La tormenta interna duró diez o quince minutos. Arin dejó finalmente la mochila en el suelo y dio media vuelta: el único caso conocido de suicida palestino –hombre o mujer– que en el último momento se ha arrepentido. Ya no sería shahida, mártir del islam.

“Le dije a Issa que él era demasiado joven para eso, que se lo pensara, y lo convencí, y se fue: me dijo que se quedaría un par de días por Tel Aviv para relajarse.”

Arin llamó durante tres horas a los que la habían llevado hasta Rishon Le Zion: le colgaban. Al final le contestaron. “Les pedí que me devolvieran a casa. Me dijeron que cómo dejaba perder una oportunidad así, que muchos soñaban con estar en mi lugar. Les contesté que era mi vida. Quería volver a casa.”

Durante el viaje de regreso no intercambió ninguna palabra con ellos. Y lo primero que hizo al llegar a casa fue encender la tele. “Quedé estremecida”... Issa había hecho estallar su cuerpo entre las mesas de backgammon. Ya era shahid.
Una semana después fue arrestada por los israelíes. El día de su detención, el ministro de Defensa en persona fue a verla –nunca lo había hecho antes– y le hizo tres preguntas: por qué decidió convertirse en suicida, por qué dio media vuelta y si volvería a hacerlo. “Después de hablar conmigo –explica Arin–, el ministro afirmó ante la prensa que los israelíes deberían pensárselo dos veces antes de entrar en los territorios palestinos. Estoy muy orgullosa de haber conseguido que dijera eso.”

Arin salió de la prisión el pasado febrero y ha retomado los estudios de Contabilidad en la Universidad de Belén. En su casa de Bet Sahur explica qué ocurrió para que una chica normal decidiera hace siete años matarse matando. Porque ella vivía con amigos e ilusiones. Hasta que, en el año 2000, estalló la segunda intifada.

–Todas las cosas de la vida fueron prohibidas: ir por la calle, visitar a los vecinos –recuerda–. Los soldados israelíes decidían quién era bueno y quién era malo. Perdimos a mucha buena gente. Todo era humillación. Sólo nos quedaba internet.
–¿Internet?
–Chateaba con gente de todo el mundo y comparaba: ellos vivían y yo no. No teníamos una vida digna de seres humanos. Y pensé que había que hacer algo. Quería enviar un mensaje al mundo. En especial, al ejército y al gobierno de Israel.
–¿Con quién contactó?
–No quiero dar detalles. Me enseñaron cómo llevar la bolsa, cómo hacerla explotar.
–¿Y no tenía miedo?
–No, porque creía en lo que hacía. Sabía que me desintegraría. Pero no pensaba en mi cuerpo.
–¿Fue una decisión política o religiosa?
–Las dos cosas. En política tienes que creer en lo que haces.
–¿Se lo comentó a su familia?
–No. Me lo habrían impedido. Mi familia no quiere hablar nunca de este tema. No lo hablo con nadie. Me he atrevido a hacerlo con ustedes.
–¿Y no pensó que quizá podría matar a algún niño?
–Cuando entré en Israel con la bomba me fijé mucho en la gente, en los niños. Vivían como viven otros niños del mundo. Excepto nosotros. Pero no pensaba en niños. Sólo pensaba en explotar.
–Hasta que el niño le sonrío…
–¡Me gustó tanto ese niño! Fue un mensaje de Dios.
–Issa sí fue hacia el objetivo…
–Lo siento tanto por él…
–Issa podría haber matado a ese niño… Quizá lo mató...
–No quiero saberlo –responde Arin después de un espeso silencio.
El niño de la sonrisa no murió. Al estallar su cuerpo entre las mesas de backgammon, Issa mató a un hombre de 61 años y a un chico de su misma edad: 16 años.
–¿Son necesarios los ataques suicidas?
–Cada periodo tiene su estrategia –responde Arin–. Ahora, no.

Arin aún chatea de vez en cuando con un par de conocidas israelíes y en su habitación tiene la fotografía de Amna Muna, estupenda, con pelo al aire y tejanos apretados. Amna es la carismática líder de las presas palestinas en Israel: está condenada porque un día se ligó por internet a un israelí de 16 años, lo atrajo a Ramala y allí lo mató.

Arin habla de sus siete años en prisión. Lo más difícil –explica– fue la convivencia con las presas comunes israelíes. Y entre rejas aprendió hebreo, “para entender lo que decían de nosotras”.

DETENIDA

Foto: Gadah abraza a su hija Jasmina en el campo de refugiados de Al Arub.

Gadah Titi tenía que cometer el atentado suicida en la entrada de la sede del banco Hapoalim en Tel Aviv. Ella afirma que no quería matar civiles, que los que le organizaron el atentado le aseguraron que en ese banco, a la hora prevista, sólo había militares cobrando sueldos. Fue detenida seis horas antes. "No odio a los israelíes
–afirma–. Quiero dar clases de hebreo a los míos. Lo que odio es la ocupación. Aquí está todo ocupado. Hasta el cielo está ocupado."

Arriba, Gadah abraza a su hija Jasmina en el campo de refugiados de Al Arub. Abajo, jóvenes israelíes celebran la fiesta del Shavuot, el Pentecostés judío, en la entrada de del banco Hapoalim, donde Ghada tenía que hacer estallar su cuerpo
Gadah Titi también aprendió hebreo en los seis años que pasó en prisión. “Si conoces la lengua del otro, puedes hablar con el otro”, afirma la muerta viviente: así llaman los palestinos a Gadah.
El 8 de agosto del 2002, Gadah se levantó bien temprano para hacer estallar su cuerpo, a las dos de la tarde. Pero hubo un chivatazo y a las ocho de la mañana fue detenida en su casa de Al Arub, un campo de refugiados cerca de Hebrón.

“La célula no estaba limpia
–afirma en el salón de su casa– . Alguien me vendió a los israelíes. No pude cumplir mi objetivo. Tardé un año en superar la depresión que me cogió. Me quería morir, pero he vuelto a la vida.”
El camino hacia el abismo es siempre el mismo. “Todos sufríamos la ocupación. Le daba vueltas a qué podía hacer, quería provocar un shock en el Gobierno israelí. Y un día rompí la barrera del miedo. Busqué durante tres meses a esa gente, porque no es tan fácil encontrarlos.” Y, a esa gente, Gadah le pidió un objetivo sin inocentes: sólo quería matar militares. Le seleccionaron la entrada de la sede del banco Hapoalim en Tel Aviv, en el número 50 de la avenida Rothschild. Ese día, a esa hora, sólo había militares cobrando sueldos y pensiones. Eso le dijeron.
“Todo estaba listo. Vi el cinturón. Pesaba 16 kilos. Me lo probé. Grabaron en vídeo mi testamento de shahida… Sabía que mataría a mucha gente, que quedaría hecha pedacitos… La vida es hermosa, pero la de los palestinos, no.”
Gadah tenía entonces 23 años y se acababa de graduar en radio y televi-sión por la Universidad de Hebrón.
–¿Qué pensaba los días previos a la operación?
–Que quería ir al paraíso. Pensaba en eso. Leí sobre el paraíso en nuestro Santo Corán, y quería vivir en ese sitio. El Che Guevara también está en el paraíso porque luchó por su nación.
–¿Y cómo es el paraíso?
–Muy, muy hermoso –dice–. Allí no hay enfermedades, no hay cosas sucias. Es el descanso eterno.
–El Corán promete a los mártires varones decenas de mujeres vírgenes y potencia ilimitada. ¿Qué promete a las shahidas?
–No lo sé –contesta sonriendo–. El descanso. Quizás un marido.
–¿Todavía legitima los atentados suicidas?
–Matar a militares que matan a nuestro pueblo está justificado. No tenemos ejército, y tenemos que hacer la guerra por los medios que tengamos.
–¿Y si viniera otra intifada?
–Ahora yo no lo haría. No es como antes. Ahora nos cruzamos con los soldados israelíes e incluso nos decimos salam, shalom. Y me gusta más la vida después de casarme y tener una hija.
Gadah explica su vida en prisión. Cómo bordaba. Las peleas entre ellas y las guardianas. “La prisión es algo maravilloso”, dice sonriendo, porque allí conoció a su marido, un palestino que también estuvo entre rejas. Y hace dos meses nació Jasmina.
Su esposo ya tenía otra mujer y muchos hijos, y no hay dinero ni espacio para tantos. “Sueño con tener una habitación para mi hija
–dice Gadah–. Cuando salí de prisión creí que mi vida mejoraría, pero no… Sufro ataques de ansiedad… Salgo muy poco de casa… Sueño con ir a Suecia. Y, si un día voy a Suecia, intentaré borrar todo lo que ha ocurrido conmigo.”

En otras casas, como en la de la familia Idriss, no sueñan con Suecia. No sueñan con nada y todo es imborrable. Imborrable lo que les ocurrió el 12 de julio de 1948, cuando fueron expulsados de Ramleh por los primeros israelíes, y lo que les ocurre desde el 27 de enero del 2002, cuando Wafa Idriss se convirtió en la primera shahida palestina.


Wafa tenía 28 años y era enfermera en la Media Luna Roja. Vivía en el campo de refugiados de Al Amari, junto a Ramala, y veía cosas muy duras. Un día atendió a un palestino de 15 años herido de muerte en la cabeza por la bala de un soldado israelí. Pocos días después, el 27 de enero del 2002, ella entró en la zapatería Freimann and Bein, en el número 50 de la calle Jaffa de Jerusalén. Se probó unos zapatos, salió de la tienda y detonó la bomba que llevaba pegada a su cuerpo. Mató a un hombre de 81 años.

El número 50 de la calle Jaffa de Jerusalén, donde se produjo el atentado

Había introducido el explosivo en Israel camuflado dentro de una ambulancia. Y se había pintado de rojo las uñas de sus manos y sus pies: nunca se las había pintado antes por miedo a las críticas en su entorno.

“Wafa nos hablaba de los heridos, de sus heridas, estaba impactada, pero no esperábamos eso”, afirma Jaled, su hermano mayor. Pero las heridas de los demás no lo explican todo. Ni en la primera shahida ni en las demás. Porque la guerra de liberación nacional se funde con la guerra de liberación personal: Wafa decidió convertir su cuerpo en bomba después de ser repudiada por su marido al ver que ella no podía tener hijos; lo decidió el día en que él celebraba el nacimiento de su primer niño con otra mujer.

La mirada de Wafa absorbe el salón de su casa en una lona arrancada de la pared y pisoteada –explica Jaled– por los soldados israelíes, que siempre andan buscando a Jalil, el otro hermano. Su sentimiento ante el martirio es una mezcla de dos: “De saberlo, lo habríamos impedido” y “estamos orgullosos de ella”.

“Wafa amaba mucho la vida”, insiste Jaled levantando el dedo índice. “No somos terroristas. Somos refugiados. Tengo 40 años y nunca he estado en Jerusalén, que está a media hora de aquí. Nunca he visto nuestra casa de Ramleh. Todavía existe. Todavía están los naranjos. Al lado del aeropuerto de Tel Aviv.”

Tras el atentado, los israelíes no hicieron lo habitual: echar abajo la casa de la familia del suicida. Quizá porque, en esta calle, tiras una casa y se caen todas. “No tenemos ninguna esperanza de regresar a Ramleh
–dice Jaled–. Está escrito en el Corán: esta guerra durará hasta el fin del mundo.”
En casa de los Idriss no hay sueños. No hay nada. A Wafa la recuerdan en una lona pisoteada por el mismo ejército que no les devuelve lo que quedó de ella. La petición está en trámite judicial, y sus restos
–la explosión afectó a 65 tiendas– esperan en el norte del lago Tiberíades, almacenados en un cementerio especial para estos cuerpos. Tiene un nombre: el Cementerio de los Números.
“Queremos vivir –afirma contundente el hermano de la primera shahida–. Escríbalo en su libreta. Queremos vivir. No queremos ser un pueblo de muertos”...

Si Arin Ahmed regresara al parque donde no quiso hacer estallar su cuerpo, se encontraría a un montón de jubilados matando el tiempo con el backgammon, el póquer, apostando sheqalim de reojo.

Si Gadah Titi regresara a la puerta donde no pudo hacer estallar su cuerpo, se encontraría con jóvenes abrazándose como ella se abraza a Jasmina.
Si Wafa Idriss regresara a la acera donde hizo estallar su cuerpo, se encontraría a un hippy vendiendo pendientes y su altavoz con Eartha Kitt cantando Angelitos negros.

Texto de Henrique Cymerman y Plàcid Garcia-Planas
Fotos de Àlex Garcia
magazinedigital.com


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4 comentarios :

  1. Anónimo1/7/09

    Gracias por mirar el artículo y ponerlo en tu blog.A mi me ha gustado bastante,pero lo que dice la "shadida" arrepentida de que "no odia a Israel, sino a la ocupación" me parece un poco de "Al-takiya" ante la prensa.Aun asi,bravo por esta chica por no haberse inmolado,hizo falta la mirada de un bebé pero bueno...
    Un saludo.

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  2. Anónimo2/7/09

    Una bala en la cabeza merecen estas perras asesinas.

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  3. Anónimo4/7/09

    Cada vez que pienso que Zapatero regalo hace pocos meses 180 millones de euros de los contribuyentes españoles a Palestina se me revuelve el estomago.Con el bien que haria a miles de ESPAÑOLES honrados todo ese dinero.

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  4. Anónimo4/7/09

    Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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