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2.10.09

Un sombrero lleno de cerezas (Oriana Falleci)



Autor: Oriana Fallaci

La esfera de los libros

ENTRETENIDA Y SINGULAR

Por Ymelda Navajo

Cuando en verano de 2008 tuvimos el ejemplar de 'Un sombrero lleno de cerezas' que Rizzoli acababa de lanzar al mercado italiano, supimos que debía formar parte de nuestro catálogo. Su éxito no nos sorprendió. Dejaba claro que había muchos lectores deseosos de seguir leyendo a aquella periodista única y singular. Pero eso vino más tarde. Porque lo primero que nos sedujo fue esa poderosa voz narradora que siempre caracterizó a Oriana Fallaci, que lograba de nuevo arrastrar al lector y, en esta ocasión, por los caminos de la ficción. Así, viajamos a la Italia de los primeros Fallaci y, guiados por su estilo –elaborado sin dejar de ser ameno, cuidado y directo a un tiempo, trascendente pero divertido–, hacer una relectura de la historia europea de los últimos siglos. Porque ésa es una de las virtudes de esta novela: cómo la autora, a través del relato de una saga familiar, recupera la intrahistoria de la vieja Europa y de los conflictos que marcaron a sus antepasados; y a los nuestros. Es una fantástica novela, una entretenidísima historia que lleva la rúbrica de una de las voces literarias más singulares y leídas del siglo XX.


UN SOMBRERO LLENO DE CEREZAS

En este extracto del prólogo, la autora expone las razones que la empujaron a acometer su última obra, una novela histórica sobre su familia.

Por Oriana Fallaci

Entonces, cuando el futuro se había vuelto muy corto y se me escapaba de entre los dedos con la inexorabilidad con que cae la arena en una clepsidra, me sorprendía con frecuencia pensando en el pasado de mi existencia: buscando allí las respuestas con las que sería justo morir. Por qué había nacido, por qué había vivido, y quién o qué había plasmado el mosaico de personas que, desde un lejano día de verano, constituía mi Yo.

Naturalmente, sabía de sobra que la pregunta “por qué he nacido” se la habían planteado ya millones de seres humanos y siempre en vano, que la respuesta pertenecía a ese enigma llamado Vida, que para fingir que la había encontrado tendría que recurrir a la idea de Dios. Recurso que nunca he entendido y que jamás he aceptado.
Pero también sabía que las otras preguntas se escondían en la memoria de aquel pasado, en los acontecimientos y en las criaturas que habían acompañado el ciclo de mi formación, y lo desenterraba en un obsesivo viaje hacia atrás: exhumaba los sonidos y las imágenes de mi primera adolescencia, de mi infancia, de mi entrada en el mundo. Una primera adolescencia de la que lo recordaba todo: la guerra, el miedo, el hambre, el desgarro, el orgullo de combatir contra enemigo codo con codo junto a los adultos, y las heridas incurables que se derivaron de ello.

Una infancia de la que recordaba mucho: los silencios, la disciplina excesiva, las privaciones, las peripecias de una familia indomable y comprometida en la lucha contra el tirano; por tanto, la ausencia de alegría y la falta de momentos relajados, despreocupados. Una entrada en el mundo de la que me parecía recordar el más mínimo detalle: la luz cegadora que, repentinamente, sustituyó a la oscuridad, el esfuerzo que implicaba respirar en el aire, la sorpresa ante el hecho de no estar ya sola en mi bolsa de agua, sino compartiendo el espacio con una multitud desconocida.

La significativa aventura de ser bautizada a los pies de un fresco en el que, con un espasmo de dolor en la cara y una hoja de parra sobre el vientre, un hombre desnudo y una mujer desnuda abandonaban un hermoso jardín lleno de manzanas: la 'Expulsión de Adán y Eva del Paraíso terrenal', pintada por Masaccio en la iglesia del Carmen de Florencia. Exhumaba igualmente los sonidos y las imágenes de mis padres, sepultados desde hacía años en un parterre perfumado de rosas. Me los encontraba en todas partes. No de viejos, es decir, cuando los consideraba más mis hijos que mis padres, cuando al levantar en brazos a mi padre para acomodarlo en una butaca lo notaba tan leve, tan empequeñecido e indefenso que, al mirar su cabecita tierna y calva, apoyada confiadamente en mi cuello, me parecía tener entre los brazos a mi niño octogenario. Me los encontraba de jóvenes. Cuando eran ellos los que me levantaban y me sostenían a mí entre sus brazos. Fuertes, guapos, seguros de sí mismos. Y durante algún tiempo creí tener en la mano una llave capaz de abrir todas las puertas. Pero luego me di cuenta de que sólo abría algunas: ni el recuerdo de la primera adolescencia y de la infancia y de la entrada en el mundo ni los encuentros con aquellos dos jóvenes fuertes, guapos y seguros de sí mismos podían darme todas la respuestas que necesitaba. Atravesando las fronteras de aquel pasado, fui en busca de los acontecimientos y de las criaturas que lo habían precedido y fue como abrir una caja que contiene otra dentro y ésa otra, que a su vez contiene otra, y así hasta el infinito. Y el viaje hacia atrás se volvió un viaje sin freno.

Un viaje difícil, porque ya era tarde para hacerle preguntas a quienes nunca se las había hecho. Ya no quedaba nadie. Sólo una tía de noventa y cuatro años que, al oír mi súplica: “Dime, tía, dime”, movió apenas las pupilas neblinosas y murmuró: “¿Eres el cartero?”. Y junto a mi tía, ya inútil, la tristeza por la pérdida de un arcón del siglo XVI que, durante casi dos siglos, había custodiado los testimonios de cinco generaciones: libros antiguos, entre ellos una cartilla de aritmética y un abecedario del siglo XVIII; papeles rarísimos, entre ellos la carta de un tío lejano, enrolado en el ejército por Napoleón y sacrificado en Rusia; recuerdos raros y preciosos, entre ellos una funda de almohada gloriosamente manchada con una frase inolvidable, un par de gafas y un ejemplar de Beccaria con una dedicatoria de Filippo Mazzei.
Cosas que yo llegué a ver antes de que quedaran reducidas a cenizas, durante una terrible noche de 1944. Junto al arcón perdido, algún objeto salvado casualmente: un laúd sin cuerdas, una pipa de arcilla, una moneda de cuatro sueldos emitida por el Estado Pontificio, un vetusto reloj que estaba en mi casa del campo y que cada cuarto de hora daba unas campanadas iguales a las de Westminster. Por último, dos voces. La voz de mi padre y la voz de mi madre que narraban la historia de sus respectivos antepasados. Divertida e irónica la de él, siempre dispuesto a la risa, incluso en la tragedia. Apasionada y compasiva la de ella, siempre dispuesta a conmoverse, incluso en la comedia. Y ambas, tan remotas en la memoria que su consistencia era más tenue que una tela de araña.

Pero a fuerza de evocarlas continuamente, y de conectarlas con la tristeza por la pérdida del arcón o con los pocos objetos salvados, la tela de araña se robusteció. Se fue volviendo más tupida, se convirtió en un tejido sólido, y las historias crecieron con tanto vigor que llegó un momento en el que me resultó imposible establecer si seguían perteneciendo a las dos voces o si se habían transformado en el fruto de mi imaginación. ¿Había existido realmente aquella legendaria antepasada sienesa que tuvo el valor de insultar en la cara a Napoleón? ¿Había existido realmente la misteriosa antepasada española que se casó exhibiendo un velero de cuarenta centímetros de alto y treinta de ancho sobre la peluca? ¿Había existido realmente el dulce antepasado campesino que llevaba su fervor religioso hasta el extremo de flagelarse, había existido realmente el rudo antepasado marinero que sólo abría la boca para blasfemar? ¿Habían existido realmente los bisabuelos malditos, es decir, la republicana Anastasìa, cuyo nombre llevaba yo como segundo nombre, y el aristocratísimo señor de Turín, cuyo nombre, demasiado ilustre y demasiado poderoso, no se podía ni siquiera pronunciar por orden de la abuela? ¿Habían abandonado realmente en un hospicio para huérfanos a aquella pobre abuela mía, concebida por su enloquecida pasión? Ya nunca podría saberlo. Pero, al mismo tiempo, sabía que aquellos personajes no podían ser fruto de mi fantasía porque los sentía latir dentro de mí, condensados en el mosaico de personas que un lejano día de verano comenzaron a constituir mi Yo, y conducidos por los cromosomas que había recibido de dos jóvenes fuertes y guapos y seguros de sí mismos. ¿Las partículas de una semilla no son acaso iguales a las partículas de la semilla precedente? ¿No recorren acaso una generación tras otra, perpetuándose? ¿Nacer no es acaso un eterno volver a empezar y cada uno de nosotros no es acaso el producto de un programa establecido antes de que comenzáramos a vivir, el hijo de una miríada de padres?

Se desencadenó entonces otra búsqueda: la de las fechas, los lugares, las confirmaciones. Afanosa, frenética. No podía ser de otra forma: me apremiaba el futuro que se me escapaba de entre los dedos, la necesidad de darme prisa, el temor a dejar un trabajo a medias. Y, como una hormiga enloquecida por la urgencia de acumular comida, corrí a revolver entre los archivos, los catastros, los conjuntos de relieves topográficos o 'cabrei', los 'Status Animarum'. Es decir, los Estados de Almas. Los registros en los que, con el pretexto de saber cuántos fieles estaban sujetos a los preceptos pascuales, el párroco enumeraba uno a uno a los habitantes de todas las parroquias y de todos los prioratos, reagrupándolos en núcleos familiares y anotando cuanto pudiera ayudarle a catalogarlos. El año o la fecha completa de nacimiento y de bautizo, de boda y de muerte, el tipo de trabajo y cuánto ganaba, el volumen de su patrimonio o de su indigencia, el nivel de educación o de analfabetismo. Unos censos rudimentarios, en una palabra. Escritos unas veces en latín y otras en italiano, con pluma de ave y tinta marrón.
La tinta, secada con un polvillo brillante y plateado que el tiempo no había disuelto, al contrario, se había mezclado con las palabras, confiriéndoles un brillo tan fulgurante que cuando se te quedaba un granito en el dedo te parecía que acababas de robar una pizca de luz que era una pizca de verdad. Y paciencia si en algunas parroquias y en algunos prioratos los registros habían sido devorados por los ratones o destruidos por la desidia o mutilados por los salvajes que arrancan las páginas para vendérselas a los anticuarios; paciencia si por culpa de ello no encontré el rastro de los parientes más remotos. Por ejemplo, de aquellos que, según uno de los papeles del arcón perdido, habían abandonado Florencia en el año 1348, huyendo de la peste de la que habla Boccaccio en el 'Decamerón', y se habían refugiado en la región de Chianti.

Los de las historias narradas por las dos voces existían, y los localicé desde el primero hasta el último. Con sus nietos y sus biznietos, me ocurrió lo mismo. En el caso de los nietos y los biznietos descubrí, incluso, detalles que las dos voces no me habían proporcionado, criaturas con las que podía identificarme hasta el paroxismo, de las que podía reproducir todos los gestos y todos los pensamientos, todos los sueños y todos los avatares. La búsqueda se convirtió, pues, en una saga que debía ser escrita, en un cuento de hadas que debía reconstruirse con la imaginación. Sí, fue entonces cuando la realidad comenzó a deslizarse hacia el terreno de la imaginación y la verdad se unió, primero, a lo inventable y, luego, a lo inventado: el uno, complemento del otro, en una simbiosis tan espontánea como imposible de escindir.
Y todos aquellos abuelos, abuelas, bisabuelos, bisabuelas, tatarabuelos, tatarabuelas, antepasados y antepasadas, en una palabra, todos aquellos padres míos, se convirtieron en mis hijos. Porque ahora era yo la que los estaba pariendo a ellos, mejor dicho, devolviéndolos a la vida que ellos me habían dado. La saga que debía ser escrita, el cuento de hadas que debía reconstruirse con la imaginación, comienza hace dos siglos: en los años en los que se fraguó la Revolución Francesa y que precedieron a la Revolución Americana, es decir, a la guerra de independencia declarada contra Inglaterra por las trece colonias que se habían formado en el Nuevo Mundo entre el año 1607 y el 1733.

Parte de Panzano, un pueblecito situado frente a la casa en la que deseo morir, al que, antes de que comenzase mi búsqueda de hormiga enloquecida, solía mirar sin saber hasta qué punto le pertenecía, y sobre el que, ahora que va a iniciarse el relato, creo conveniente ofrecer alguna información para quienes no conozcan aquella época o aquel lugar. Panzano está situado sobre una colina de la región de Chianti, a medio camino entre Siena y Florencia, y Chianti es la zona de Toscana que se extiende entre el río Greve y el río Pesa: trescientos kilómetros cuadrados compuestos de montañas y colinas de impresionante belleza.
Las montañas están cubiertas de plantas y árboles siempre verdes, castaños, encinas, quejigos, pinos, cipreses, morales y helechos, y albergan un paraíso de fauna: liebres, ardillas, zorros, ciervos, jabalíes, además de muchísimas aves. Mirlos y paros carboneros y tordos y ruiseñores que cantan como los ángeles. Las colinas son escarpadas, pero impresionantemente armoniosas, cultivadas en gran parte por hileras de vides, de las que se extrae un vino muy reputado, y de olivos que producen un aceite muy sabroso y ligero. Antiguamente, se sembraban también el trigo, el centeno y la cebada, y la siega era uno de los dos acontecimientos con los que se medía el paso de las estaciones. El otro era la vendimia. Entre la siega y la vendimia florecían los jacintos, los campos se encendían de azul, y desde lejos parecían un mar agitado por gigantescas e inmóviles ondas (...).

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1 comentario :

  1. Rosa de Girona6/10/09

    Mujer extraordinaria. De todos es sabido que los genios viven normalmente vidas turbulentas. Debe ser difícil para las mentes brillantes adaptarse a la simplicidad de esa inmensa mayoría de personas que viven sus vidas como borregos sin atreverse a buscar respuestas. Es comprensible que sus frustraciones se manifestaran a través del mal carácter que otros percibían, lo que no le daba derecho a esclavizar a nadie por supuesto, pero seguro que su sobrino no tendrá ningún inconveniente en recoger los beneficios de su talentosa tía ahora, a pesar de haber trabajado de camarero para Sean Connery y soportado su temperamento. La fuerza de Oriana se merece admiración, ya quisieran muchos lideres parecerse a ella.

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