Para Glucksmann, el 11 S inaugura una nueva época de la humanidad, como anuncia en su obra Dostoievski en Manhattan.
Ese día comenzó una nueva era en la que la civilización occidental se enfrenta a su propia destrucción.
El enemigo capaz de hacer caer esta civilización no es otro que el nihilismo; si la violencia se ha hecho absoluta, si ha borrado todas las distinciones políticas o éticas posibles, es porque se trata de la expresión, no de una política, sino de un sinsentido, el sinsentido del nihilismo.
Para Glucksmann, nos encontramos en los albores de una nueva era, comparable a la edad nuclear nacida en Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
Hace treinta años, en el Discurso sobre la guerra, el autor abordaba la tan citada como desconocida sentencia de Clausewitz: "La guerra es la continuación de la política por otros medios". La política proporciona a la guerra su sentido, su carácter y su medida.
Desde entonces, el mundo ha cambiado profundamente y se ha producido un hecho alarmante. La tercera muerte de Dios (Kairós, Barcelona 2001) señala la pérdida progresiva de la medida y de los límites fijados fuera de la mera subjetividad del individuo.
El sentido de este nihilismo es expresado por la máxima de Dostoievsky: "Si Dios ha muerto todo está permitido". A partir de las ideas expresadas en ambas obras, Glucksmann pone el acento hoy en un hecho inquietante: "La violencia que devoró el World Trade Center no pide nada, es decir, lo exige todo".
Éste es el fenómeno nihilista que asola el mundo; ¿qué pide Ben Laden? ¿qué objetivo puede dar por finalizada su jihad eterna? Hay que convenir con Glucksmann en la respuesta: al pedirlo todo, Al Qaeda no pide nada, y viceversa.
Al ser despojado de toda medida y sentido político, el objetivo de la violencia se hace absoluto. El nihilismo derriba todos los límites, los de los verdugos y los de las víctimas. Puede asesinarse en masa con cualquier pretexto, lo que equivale a decir que puede asesinarse en masa por nada.
La muerte se democratiza; ya no hace falta ser primer ministro y apretar el botón nuclear para poner en peligro toda una civilización: una cuchilla de afeitar, un machete, un teléfono móvil al alcance de cualquiera, desencadenan el infierno. En la era del nihilismo, el espacio y el tiempo, las variables estratégicas clásicas, desaparecen; cualquiera puede ser asesinado en cualquier sitio y en cualquier momento.
El peligro ya no está en Waterloo, Iwo Jima o Beirut, sino en las calles y locales donde la gente vive, trabaja y se divierte, convertidos en campos de batalla.
¿Qué hacer? En Occidente contra Occidente, Glucksmann presenta dos opciones. En primer lugar, concebir un cambio cuantitativo de la guerra y del terrorismo tradicional y no hacer nada.
En segundo lugar, y es la teoría de Glucksmann, aceptar que nos encontramos ante una nueva era de la humanidad, caracterizada, precisamente, por el hecho de que la civilización se enfrenta a su propia negación.
La tesis de Glucksmann es, a la vez que atrayente, terrorífica y preocupante. Ante tal amenaza, la guerra antiterrorista es una necesidad más que una elección de las débiles democracias.
Esta debilidad no es sólo estratégica (la dificultad de las fuerzas de seguridad y de los servicios de inteligencia para detectar, actuar y detener a los terroristas en la era de la globalización), sino política: ante la amenaza, Europa se repliega sobre sí misma y sobre los tradicionales conceptos político-estratégicos y diplomáticos sin querer mirar al frente.
Las manifestaciones pacifistas de 2003 son la muestra de una Europa cobarde y temerosa que evita hacerse cargo de la amenaza que se cierne sobre la civilización occidental: "el feliz inmaculado que desfila gritando "¡No a la guerra!" camina sobre una nube. Y va derecho contra el muro"
¿Cómo piensa Europa escapar a la amenaza?
Aquí entra en juego el antiamericanismo triunfante en algunas naciones europeas; para Glucksmann, la brecha transatlántica no es sino la ingenua creencia de que Europa, separándose de Estados Unidos, evitará los ataques terroristas. El tiempo dio la razón a Glucksmann; el 11 de marzo mostró en nuestro país que el antiamericanismo no vacunaba contra Al Qaeda.
Desde el corazón de Europa, la obra de Glucksmann se dirige así contra dos tipos de pensamiento: contra quienes abogan por un entendimiento de las supuestas causas del terrorismo islamista (como si Ben Laden no fuera un aristócrata saudí, o como si sus suicidas no fueran jóvenes cultos y burgueses, que nada tienen que ver con las masas hambrientas de Sudán o la India).
Y contra la simpleza que desentierra el fantasma descubierto por Huntington del choque de civilizaciones (como si las primeras víctimas del islamismo, en Bagdag, El Cairo o Indonesia, no fueran musulmanas) para negarlo o afirmarlo.
Las guerras de Irak y Afganistán no son guerras entre civilizaciones, sino entre civilización y nihilismo.
Si el terrorismo es la guerra contra la población civil, la guerra antiterrorista será aquella que, en los medios y en los fines, se oponga a la ilimitada matanza de civiles.
Si, según Clausewitz, de la política perseguida se siguen los medios empleados, el antiterrorismo exige una estrategia con tres pilares: la revolución tecnológica en el armamento, la renuncia estratégica y táctica al combate en grandes poblaciones y la búsqueda de la oportunidad política para el ataque militar. Iraq es un buen ejemplo de ello.
El marco estratégico defendido por Glucksmann se encuadra también en su concepción del nihilismo. La guerra de Iraq supone la cuarentena de Arabia Saudí, la región política, económica y espiritualmente más delicada del planeta. Si el nihilismo que actualmente desequilibra Nayaf, Bagdag y Faluya se extiende por Arabia y consigue el control del petróleo, de La Meca y de Medina, el caos planetario está garantizado.
El nihilismo es para Glucksmann la nueva amenaza a la que se enfrenta la civilización en cuanto tal, occidental o musulmana. Exige una defensa rápida y contundente. Pero el viejo continente persiste en mirar hacia otro lado, en atribuir la barbarie terrorista a la soberbia norteamericana desentendiéndose de la lucha contra el terror.
El efecto siniestro del terrorismo islámico es la división de Occidente. Desde este punto de vista, la polémica obra Occidente contra Occidente supone una advertencia que cobra actualidad tras la masacre terrorista del 11 de marzo en España.
Glucksmann, André
Ese día comenzó una nueva era en la que la civilización occidental se enfrenta a su propia destrucción.
El enemigo capaz de hacer caer esta civilización no es otro que el nihilismo; si la violencia se ha hecho absoluta, si ha borrado todas las distinciones políticas o éticas posibles, es porque se trata de la expresión, no de una política, sino de un sinsentido, el sinsentido del nihilismo.
Para Glucksmann, nos encontramos en los albores de una nueva era, comparable a la edad nuclear nacida en Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
Hace treinta años, en el Discurso sobre la guerra, el autor abordaba la tan citada como desconocida sentencia de Clausewitz: "La guerra es la continuación de la política por otros medios". La política proporciona a la guerra su sentido, su carácter y su medida.
Desde entonces, el mundo ha cambiado profundamente y se ha producido un hecho alarmante. La tercera muerte de Dios (Kairós, Barcelona 2001) señala la pérdida progresiva de la medida y de los límites fijados fuera de la mera subjetividad del individuo.
El sentido de este nihilismo es expresado por la máxima de Dostoievsky: "Si Dios ha muerto todo está permitido". A partir de las ideas expresadas en ambas obras, Glucksmann pone el acento hoy en un hecho inquietante: "La violencia que devoró el World Trade Center no pide nada, es decir, lo exige todo".
Éste es el fenómeno nihilista que asola el mundo; ¿qué pide Ben Laden? ¿qué objetivo puede dar por finalizada su jihad eterna? Hay que convenir con Glucksmann en la respuesta: al pedirlo todo, Al Qaeda no pide nada, y viceversa.
Al ser despojado de toda medida y sentido político, el objetivo de la violencia se hace absoluto. El nihilismo derriba todos los límites, los de los verdugos y los de las víctimas. Puede asesinarse en masa con cualquier pretexto, lo que equivale a decir que puede asesinarse en masa por nada.
La muerte se democratiza; ya no hace falta ser primer ministro y apretar el botón nuclear para poner en peligro toda una civilización: una cuchilla de afeitar, un machete, un teléfono móvil al alcance de cualquiera, desencadenan el infierno. En la era del nihilismo, el espacio y el tiempo, las variables estratégicas clásicas, desaparecen; cualquiera puede ser asesinado en cualquier sitio y en cualquier momento.
El peligro ya no está en Waterloo, Iwo Jima o Beirut, sino en las calles y locales donde la gente vive, trabaja y se divierte, convertidos en campos de batalla.
¿Qué hacer? En Occidente contra Occidente, Glucksmann presenta dos opciones. En primer lugar, concebir un cambio cuantitativo de la guerra y del terrorismo tradicional y no hacer nada.
En segundo lugar, y es la teoría de Glucksmann, aceptar que nos encontramos ante una nueva era de la humanidad, caracterizada, precisamente, por el hecho de que la civilización se enfrenta a su propia negación.
La tesis de Glucksmann es, a la vez que atrayente, terrorífica y preocupante. Ante tal amenaza, la guerra antiterrorista es una necesidad más que una elección de las débiles democracias.
Esta debilidad no es sólo estratégica (la dificultad de las fuerzas de seguridad y de los servicios de inteligencia para detectar, actuar y detener a los terroristas en la era de la globalización), sino política: ante la amenaza, Europa se repliega sobre sí misma y sobre los tradicionales conceptos político-estratégicos y diplomáticos sin querer mirar al frente.
Las manifestaciones pacifistas de 2003 son la muestra de una Europa cobarde y temerosa que evita hacerse cargo de la amenaza que se cierne sobre la civilización occidental: "el feliz inmaculado que desfila gritando "¡No a la guerra!" camina sobre una nube. Y va derecho contra el muro"
¿Cómo piensa Europa escapar a la amenaza?
Aquí entra en juego el antiamericanismo triunfante en algunas naciones europeas; para Glucksmann, la brecha transatlántica no es sino la ingenua creencia de que Europa, separándose de Estados Unidos, evitará los ataques terroristas. El tiempo dio la razón a Glucksmann; el 11 de marzo mostró en nuestro país que el antiamericanismo no vacunaba contra Al Qaeda.
Desde el corazón de Europa, la obra de Glucksmann se dirige así contra dos tipos de pensamiento: contra quienes abogan por un entendimiento de las supuestas causas del terrorismo islamista (como si Ben Laden no fuera un aristócrata saudí, o como si sus suicidas no fueran jóvenes cultos y burgueses, que nada tienen que ver con las masas hambrientas de Sudán o la India).
Y contra la simpleza que desentierra el fantasma descubierto por Huntington del choque de civilizaciones (como si las primeras víctimas del islamismo, en Bagdag, El Cairo o Indonesia, no fueran musulmanas) para negarlo o afirmarlo.
Las guerras de Irak y Afganistán no son guerras entre civilizaciones, sino entre civilización y nihilismo.
Si el terrorismo es la guerra contra la población civil, la guerra antiterrorista será aquella que, en los medios y en los fines, se oponga a la ilimitada matanza de civiles.
Si, según Clausewitz, de la política perseguida se siguen los medios empleados, el antiterrorismo exige una estrategia con tres pilares: la revolución tecnológica en el armamento, la renuncia estratégica y táctica al combate en grandes poblaciones y la búsqueda de la oportunidad política para el ataque militar. Iraq es un buen ejemplo de ello.
El marco estratégico defendido por Glucksmann se encuadra también en su concepción del nihilismo. La guerra de Iraq supone la cuarentena de Arabia Saudí, la región política, económica y espiritualmente más delicada del planeta. Si el nihilismo que actualmente desequilibra Nayaf, Bagdag y Faluya se extiende por Arabia y consigue el control del petróleo, de La Meca y de Medina, el caos planetario está garantizado.
El nihilismo es para Glucksmann la nueva amenaza a la que se enfrenta la civilización en cuanto tal, occidental o musulmana. Exige una defensa rápida y contundente. Pero el viejo continente persiste en mirar hacia otro lado, en atribuir la barbarie terrorista a la soberbia norteamericana desentendiéndose de la lucha contra el terror.
El efecto siniestro del terrorismo islámico es la división de Occidente. Desde este punto de vista, la polémica obra Occidente contra Occidente supone una advertencia que cobra actualidad tras la masacre terrorista del 11 de marzo en España.
Glucksmann, André
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I don't trust your attention
ResponderEliminarI don't trust your attention Posted by Ross Mayfield I've been meaning to blog about a simply great article in the NY Times, Meet the Life Hackers , as I am a fan of the interruption tax , but I keep getting ...
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