... El 11-M y el 7-J en Madrid y Londres, respectivamente, ya son una prueba contundente de que el terrorismo islámico encuentra un campo abonado entre los musulmanes residentes entre nosotros ...
OCCIDENTE, en sus orígenes, denotaba tanto un sentido geográfico como civilizacional. Así, mientras se empleaba para situar a Europa en relación a tierras lejanas -las Indias Orientales, el Lejano Oriente-, también servía para describir nuestra civilización frente a los demás, esencialmente musulmanes y chinos.
En los últimos 70 años, no obstante, Occidente ha tenido un significado más limitado a la vez que ideológico: representaba a la comunidad atlántica frente a la amenazante URSS y demás países del Este. Occidente era el campo de la libertad, del libre mercado, de los derechos humanos y, en última instancia, de la defensa de los valores intrínsecos al individuo.
Europa siempre ha sido parte de Occidente, pero podría muy bien dejar de serlo relativamente pronto, por mucho que nos cueste imaginarlo o aceptarlo. Basta con que las fuerzas hoy presentes en el viejo continente, con el empuje de la inercia, se conviertan en los factores determinantes de nuestro futuro. En suma, que las realidades de hoy no sean sino el adelanto de una tendencia que nadie sepa, quiera o pueda alterar.
Si Occidente ha sido sinónimo de prosperidad, la dinámica de la globalización parece estar desgajando a Europa del mundo capaz de garantizarla. Europa es rica y vive bien porque cuenta con una despensa bien repleta pero que en algún momento se agotará. De hecho, lo que está en cuestión es el modelo mismo de crecimiento económico defendido por los europeos.
Frente al capitalismo salvaje, a lo cowboy, americano, la Europa continental ha antepuesto la economía social de mercado. No importa si en los últimos treinta años los Estados Unidos han crecido todos los años, menos uno, por encima del 3 por ciento y Europa sólo uno por encima del 3 por ciento y los otros 29 por debajo de esa cifra. No importa que América haya estado más preocupada por la generación de riqueza y menos por su distribución, justo lo opuesto a Europa.
Para los europeos, si hay algún problema es porque no funciona la parte social de la economía, no su ingrediente de libre mercado. Más allá de las cifras, nos queda el reciente ejemplo del primer contrato de trabajo propuesto por el Gobierno francés, masivamente rechazado por una juventud que sólo cree en un Estado garantista y que ante sus fantasmas y temores ha cerrado la puerta a las reformas laborales que la economía gala necesita con urgencia.
En otros países, como Alemania, no andan mucho mejor. En conclusión, si todo sigue como hasta ahora, la economía europea se distanciará aún más de la americana y en lugar de crecimiento nos traerá recesión, paro y unas condiciones de vida progresivamente erosionadas.
En segundo lugar, Europa se encamina alegremente a un suicidio demográfico. Sencillamente, no nacen los suficientes niños europeos para sostener la población actual. Europa en su conjunto ha estado perdiendo en torno a dos millones de nacimientos en los últimos años, año tras año.
Las Naciones Unidas vaticinan que en las próximas cuatro décadas Europa perderá, al menos, cien millones de seres, en una contracción demográfica nunca antes vista en otra sociedad.
Ciertamente, uno se puede tranquilizar pensando que ya vendrán inmigrantes a rellenar el vacío dejado por los europeos nativos. Y en gran medida así habrá de ser. Pero eso no es ningún motivo de tranquilidad. Unido a la falta de nacimientos llegará el inexorable envejecimiento de la población.
En tres décadas los mayores de 65 años pueden llegar a sobrepasar el 30 por ciento de la población, lo que, de la mano de una inmigración que pesa cada día más en la factura de la seguridad social, convierte el sistema social europeo en una auténtica bomba de relojería. Por no hablar de los múltiples problemas sociales que se puedan presentar si en veinticinco años, por ejemplo, la mayoría de los residentes en Berlín son musulmanes o los jóvenes blancos en Madrid han pasado a ser una minoría.
Es más, ¿hasta cuándo podrá sostenerse un sistema en el que los europeos pensionados dependen de una proporción creciente de trabajadores no europeos en activo? La emigración es absolutamente necesaria para garantizar el desarrollo económico, pero no toda la emigración contribuye de la misma manera, y mucha de la que estamos recibiendo en realidad añade muy poco al aparato productivo y sí añade pesadas cargas al sistema de bienestar. Pero en ausencia de una política migratoria que controle los flujos y con las carencias demográficas ya señaladas, es inexorable que la faz de Europa mute profundamente en los próximos años.
En tercer lugar, Europa sufre una crisis de identidad tan severa, producto de las políticas del multiculturalismo, que amenaza con dejarla postrada a los pies de aquellos grupos cuyas señas de identidad siguen siendo importantes y muy fuertes. En ese sentido, el reto que presentan las comunidades islámicas en Europa debe ser tenido bien en cuenta.
No es sólo que los musulmanes hayan crecido notablemente en las últimas décadas y se vayan a doblar en los próximos veinte o veinticinco años, sino que están cayendo bajo el influjo del radicalismo y el fundamentalismo.
Que el 11-S se preparara desde suelo europeo debía habernos hecho reflexionar. El 11-M y el 7-J en Madrid y Londres, respectivamente, ya son una prueba contundente de que el terrorismo islámico encuentra un campo abonado entre los musulmanes residentes entre nosotros. Se puede pensar lo que se quiera, pero ahí quedan las quemas de coches en los suburbios de París y otras ciudades, que, aunque no estuvieran motivadas por cuestiones religiosas, no es menos cierto que quienes las perpetraban eran jóvenes cuyos nombres eran Ali, Mustafá y Mohamed, no Jacques, Pierre o Robert.
Como también queda todo el asunto de las caricaturas de Mahoma, donde la tentación de los europeos ha sido condenar a quien las publicó y enviar a sus representantes a pedir perdón al mundo árabe. De la tibieza ante la fatua condena a muerte al escritor Salman Rushdie por sus Versos Satánicos sale ahora el edicto de un juez holandés exigiendo a la diputada Ayan Irsi Ali que abandone su casa para así dar satisfacción legal a sus vecinos, atemorizados de convivir con una persona amenazada de muerte por islamistas fanáticos.
Ni riqueza, ni valores propios ni ganas de defenderlos. Eso es lo que le espera a Europa si no se sacude el letargo que la atenaza. Cambio o muerte. Esa es la disyuntiva. Y no se ven signos de cambio ni liderazgo alguno que quiera acometerlo. Ese es el problema.
No es de extrañar que el americano de Atlanta, Arkansas o California comience a pensar que tal vez Europa no sea ya lo que era y que no se puede confiar más en ella. Que para aliados ya están los australianos, los japoneses e incluso hasta los indios.
Occidente se está reconfigurando en una nueva geografía que apenas roza a algunos europeos. Y este cambio se hará más rápido si, encima, en lugar de frenar este alejamiento se contribuye a él, como hace nuestro actual Gobierno buscando la foto con la liga de dictadores y populistas que caracteriza la política exterior española. Con Castro, Chávez y Morales el Gobierno se está colocando voluntariamente no se sabe dónde, pero desde luego fuera de lo que queda de Occidente.
Magnifico artículo de Rafael L. Bardají, por su claridad en la exposición y el realismo hábil de sus palabras.
A pesar de todos los vaticinios Europa continua su andadura sorda y ciega, nuestros políticos y "quintacolumnistas", que le sirven a su objetivo prefieren hablar de Alianzas de Civilizaciones. ¡Que ingenuos!
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