Thomas Sowell es doctor en Economía y escritor.
Es especialista del Instituto Hoover
Los disturbios que empezaron en las afueras de París se han extendido hasta el centro de la capital francesa y a comunidades en otras partes del país. Miles de coches han sido quemados, la policía y hasta el personal médico ha sido atacados a tiros.
Como muchos otros disturbios, sea en Francia o en otro sitio, éste empezó por un incidente que justo había sucedido y fue entonces cuando se aprovechó la circunstancia para dar rienda suelta a los resentimientos y se desató la violencia. Dos jóvenes, vecinos de un barrio predominantemente musulmán, trataron de escapar de la policía escondiéndose en una instalación que transmitía electricidad y se electrocutaron por accidente.
Esta fue la chispa que encendió volátiles emociones. Pero esas emociones estaban allí, listas para ser encendidas, desde hace mucho tiempo.
Una cantidad considerable de musulmanes vive en Francia pero, en realidad, no son franceses. Mucha de esa población vive completamente aislada, en barrios de viviendas sociales lejos del centro de París, desconocidas para muchos parisinos y turistas.
Al igual que los barrios sociales en Estados Unidos, muchos de ellas son centros de degeneración social, anarquía y violencia. Hace 3 años, el profundo crítico social británico Theodore Dalrymple dijo haber visto “carcasas de coches quemados y destripados por todos lados” en estas áreas. Esto estaba en un ensayo titulado “Los bárbaros a las puertas de París” que fue vuelto a publicar en su penetrante libro “Nuestra cultura, lo que queda de ella”.
Mientras que el Doctor Dalrymple llamó a esta subclase musulmana “bárbaros”, un ministro francés que llamó “canallas” a los alborotadores provocó una inmediata indignación en su contra incluyendo críticas de, por lo menos, un miembro de su propio gobierno. Esta excesiva delicadeza de palabra y obra, añadida al rechazo subsiguiente de enfrentarse a la cruda realidad, representa una gran parte de los antecedentes de la descomposición de la ley y el orden más la degeneración social que viene a continuación.
Nada de esto es raro para Francia. Es un síntoma de una normal retirada de la realidad y de las duras decisiones que la realidad exige, no sólo en Europa sino también en retoños europeos como Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos de América.
Específicamente, los países europeos, han abierto sus puertas de par en par a una enorme oleada de inmigrantes musulmanes, que no tienen la más mínima intención de ser parte de la cultura de los países a los que emigran, sino que quieren hacer una réplica de sus propias culturas en esos países.
En nombre de la tolerancia, estos países han importado intolerancia, de la cual el creciente antisemitismo en Europa es solamente un ejemplo. En nombre del respeto a todas las culturas, las naciones occidentales han dado la bienvenida a gente que no respeta ni las culturas ni los derechos de los pueblos en los que se han afincado.
Durante las últimas elecciones, algunos universitarios republicanos que estaban apoyando al Presidente Bush en San Francisco State University, fueron atacados por alumnos de Oriente Medio, incluyendo a una mujer que caminó hacia uno de estos americanos y le dio una bofetada. Ellos sabían que podían hacer esto con toda impunidad.
En Míchigan, una comunidad musulmana llama al rezo a todo volumen varias veces al día sin reparar si ese sonido molesta a los habitantes nativos de la comunidad.
Los holandeses se quedaron en estado de shock cuando uno de sus cineastas fue asesinado por un extremista musulmán, por haberse atrevido a tener opiniones contrarias a lo que los extremistas tolerarían.
Nadie debería haberse sentido conmocionado. Hay gente que no se detiene hasta que la detienen y la mayoría de los medios de comunicación, las clases políticas y las élites culturales de Occidente no se atreven siquiera criticar y, mucho menos aún, a detener los peligros o la degeneración entre grupos vistos compasivamente como los desvalidos.
Ni todos los musulmanes, ni necesariamente una mayoría de musulmanes, representan un peligro cultural o físico. Pero hasta las organizaciones musulmanas “moderadas” en Occidente que deploran la violencia y tratan de desalentarla, en realidad alientan a sus seguidores a seguir siendo extranjeros en lugar de convertirse en parte de los países en los que viven.
Eso mismo hacen nuestros propios intelectuales y las élites políticas y culturales. La balcanización se ha glorificado como “diversidad” y la diversidad se ha convertido en algo demasiado sagrado como para profanarla con algo tan grosero como la cruda realidad de los hechos. Pero la realidad no es una opción. Nuestra supervivencia puede estar amenazada a largo plazo por la degeneración desde dentro –proveniente de muchos focos y de muchas maneras– como le sucedió al Imperio Romano.
Libertad Digital
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