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3.6.08

Los musulmanes en Europa practican el proselitismo.


Islam y cristianismo

Magdi Allam, nacido en El Cairo hace 55 años, educado en la religión musulmana, es desde el pasado 22 de marzo uno de los católicos más famosos en el mundo, por haber sido bautizado por el Papa.
Al recibir el bautismo cometió el pecado y el delito de apostasía, que la “sharia”, la costumbre jurídico-religiosa islámica, castiga todavía en muchos países con la pena de muerte.

Casi al mismo tiempo un joven egipcio de 25 años, Mohamed Ahmed Hegazi, desató la controversia en su país al pedir que los tribunales reconozcan su conversión al cristianismo. El caso Hegazi y el caso Allam plantean el problema de la libertad religiosa en el mundo islámico y también el de la reciprocidad en el diálogo interreligioso.

En efecto convertirse al islam ha sido desde siempre algo muy sencillo: basta con hacer la profesión de fe frente a una autoridad religiosa; ahora bien, un musulmán no puede renunciar a su fe sin caer en la apostasía. Por cierto la mayoría de los imames egipcios opinan que Hegazi merece efectivamente la muerte; el joven ha perdido su trabajo, vive de forma anónima en un barrio donde nadie lo conoce y acepta que su padre lo mataría si lo encontrara.

En Europa los musulmanes que se hacen cristianos no están amenazados por la “sharia”, pero sí, eventualmente, por la ira de unos parientes que no aceptan los “renegados”. La Iglesia católica ha sido muy discreta, hasta el 22 de marzo, sobre este fenómeno que es más frecuente de lo que uno podría pensar, para no estorbar el diálogo con el islam; las Iglesias evangélicas que predican la palabra de Cristo en turco, árabe y kabilo, afirman que reciben tres veces más conversos que la católica y tienen éxito en Marruecos, Argelia, Túnez.

En Europa el islam goza de libertad y Arabia Saudita financia con sus petrodólares la construcción de mezquitas en las ciudades capitales, y en Roma, la más grande mezquita de toda Europa, justo enfrente del Vaticano, a orillas del Tíber.

La misma Arabia no permite en su tierra ni la más mínima capilla, ninguna práctica religiosa que no sea la del islam, con una sola excepción: adentro de las embajadas. De modo que los cientos de miles de trabajadores cristianos que ha llamado practican de manera clandestina, cuando practican, y tienen que disimular crucecitas y medallas.

En Irak, como en todo el Medio Oriente, la presencia cristiana bimilenaria, anterior a la llegada del islam, está seriamente amenazada. No pasa un solo día sin el asesinato de unos cristianos, desde el último de los fieles hasta el arzobispo.

Nadie ha contado el número de esas víctimas, mujeres y niños, profesores y barberos, médicos y abarroteros, periodistas y empresarios, campesinos y científicos. La masacre de los monjes y de las monjas señala que en la guerra de Irak, abstenerse de hacer política o de empuñar las armas, no significa que uno va a escapar a la violencia. Esos religiosos no forman ni brigadas, ni milicias.
Los conventos y las iglesias han dejado de ser el último refugio para los que tienen miedo, sin distinción de religión. Irak es un caso extremo, ciertamente, y el gran enfrentamiento que se prepara en toda la región entre sunitas y chiítas presenta sólo la cara negra del islam, como las mal llamadas “guerras de religión” de los siglos XVI y XVII en Europa, eran más que una guerra entre católicos y protestantes, no significaban que el cristianismo era puro odio, pura intolerancia. Idem con el islam.

Sin embargo existe una tensión, para no decir un conflicto, entre islam y cristianismo. Los cristianos en general somos muy ignorantes del islam, y los musulmanes no saben gran cosa del cristianismo que creen una variante de politeísmo e idolatría.

En el Vaticano existe un “lobby árabe” influyente en el Instituto Pontificio de Estudios Árabes e Islámicos, cuyas motivaciones son respetables: proteger a los últimos cristianos que viven en tierra de islam. Tanto en Beirut, como en Bagdad y Roma, disimulan sus lágrimas para no ofender a los amos y los partidarios europeos del diálogo.

¿Puede haber diálogo sin libertad religiosa y reciprocidad?


Se le ha reprochado mucho al Papa su discurso de Ratisbona que aludía de paso al problema; se le reprocha también el bautismo de Allam el 22 de marzo. De hecho el ex cardenal Ratzinger, hombre de amplia cultura, sabe que todo diálogo empieza por el reconocimiento franco y valiente del conflicto. Sabe que no es cierto que los musulmanes comparten con los cristianos, y con los judíos, una común veneración de la Biblia.

Sabe cuán engañosas son las fórmulas tan repetidas de las “tres religiones reveladas”, “los tres monoteísmos”, las tres religiones abrahámicas”, “las tres religiones del Libro”: todos hermanitos, todos guapitos, todos buenas gentes… Lanzar falsos puentes no lleva a ningún lado. Uno puede, debe tener relaciones de amistad con el otro, pero sin pretender tapar el sol con un dedo.

El verdadero diálogo interreligioso empieza por el conocimiento de todo lo que separa las religiones y no significa que uno renuncie a sus creencias, tampoco a predicarlas.

Los musulmanes en Europa y América practican el proselitismo, predican la ley que bajó del cielo con el Corán, buscan la conversión de los “infieles”, sin ningún complejo. Los católicos, cuando mucho, proponen en tierra de islam mejores ediciones del Corán.

Los evangélicos leen la Biblia como los musulmanes el Corán: dos textos infalibles caídos del cielo: “Muy equivocados ustedes creyeron al Corán, ahora bien: la Biblia dice…” Por eso el evangelismo, por la primera vez en la historia del cristianismo en tierra de islam, logra tantas conversiones que los gobiernos se asustan.


jean.meyer@cide.edu
Profesor investigador del CIDE

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