¿Hay un solo islam? ¿Hay una única condición de la mujer bajo el islam? Los estereotipos occidentales tienden a considerarlo así. Pero el islam es múltiple. Su variedad, en lo que respecta a la mujer, se refleja en las distintas concepciones que sobre su papel tienen las diferentes tradiciones sociales, escuelas jurídicas e incluso legislaciones estatales. Unas más abiertas, caso de Túnez, Turquía, Líbano o Siria y otras más retrógradas, como Arabia Saudí.
Las condiciones sociales marcan considerables diferencias. No piensan igual las mujeres de la ciudad que las del campo, las que forman parte de las burguesías urbanas que las de los paupérrimos barrios desheredados, las que tienen estudios que las analfabetas. Y son las primeras las que desde distintas perspectivas –laica, religiosa practicante, incluso islamista militante– se han convertido en punta de lanza de unas reivindicaciones que tardan demasiado en llegar, al igual que las urgentes transformaciones sociales, económicas y políticas de sus respectivos países.
Princesas del Islam habla de estas mujeres que, favorecidas por su posición social y su acceso a la modernidad, han podido reflexionar, ser escuchadas, impulsar cambios, incluso proponerse como modelos. Las reinas Noor o Rania de Jordania; Farah Diba, famosa ex emperatriz de Persia; Lalla Meryem, princesa de Marruecos; gobernantes como Benazir Bhutto, las primeras damas egipcias Jihan Sadat o Suzanne Mubarak; Fatima Mernissi o Nawal al-Saadawi, destacadas intelectuales; Nadia Yassin, líder política islamista… ofrecen una imagen de la mujer islámica lejos del tópico occidental. Todas ellas, sin pertenecer necesariamente a casas reales, han sido, son, damas, princesas del islam.
Síntesis
La revolución silenciosa
Dice el Corán: "Los hombres son superiores a las mujeres porque Dios les ha dado preeminencia sobre ellas" (sura IV, 34). También dice: "Vuestras mujeres son tierra de labranza para vosotros. Venid a vuestra tierra de labranza como queráis y obrad por vosotros mismos por anticipado" (sura II, 223).
La constante que se repite en todas las sociedades patriarcales, ya desde antes de Mahoma, de someter la mujer y su poder reproductor al hombre impregna toda la sharia o ley emanada del libro revelado al Profeta de Alá. Con el Corán en la mano, las creyentes musulmanas tratan de hallar el mejor acomodo posible a sus ansias de emancipación, de libertad, sin conculcar los principios allí establecidos. Pero éste se revela como un ejercicio dificilísimo del que casi ninguna consigue salir airosa. Porque la regulación de la vida del buen musulmán y la buena musulmana es tan exhaustiva y estricta que hace casi imposible cualquier interpretación a la baja. Y entonces, ¿qué ocurre? Que la propia mujer se autolimita, busca justificaciones para las restricciones que ella misma se impone, vendiéndose a sí misma la idea de que el islam "protege a las mujeres".
El tema es complicado y difícil de entender para las mujeres occidentales. Pero basta intentar dialogar sobre la opresión de la mujer islámica con una musulmana practicante para toparnos con un muro de explicaciones que rozan el simplismo. Como que el islam es la religión en la que la mujer está más protegida, y sus derechos, más respetados. Y a continuación sale a relucir, ineluctablemente, el derecho a la herencia, no reconocido antes de Mahoma.
En general, las argumentaciones se basan en lo que significó la llegada del islam en el contexto de las primitivas sociedades tribales de Arabia, donde la mujer no tenía apenas derecho a existir. Como he dicho anteriormente, muchas recién nacidas eran inmediatamente enterradas en las cálidas arenas del desierto para eliminar cargas familiares, sobre todo en los grupos económicamente más desamparados. El Profeta prohibió enseguida el infanticidio de las niñas y les otorgó el derecho a la herencia, aunque sólo a la mitad de lo que les correspondería de haber nacido varones. También prohibió la venta de esclavas como prostitutas: "No obligues a tus esclavas a prostituirse si ellas desean vivir en castidad" (sura XXIV, 33). En resumen, la discusión sobre estos temas enseguida se nos revela como un ejercicio muy delicado.
No obstante, el debate en las sociedades islámicas está abierto. Alguien lo ha llamado "la revolución silenciosa" (de las mujeres). Pero existe. Ahí están las múltiples asociaciones de musulmanas que luchan por su liberación desde los años inmediatos a la descolonización. No caigamos en el error de equiparar estos movimientos con los de las feministas que todos conocemos, a las que miran con cierta reserva, especialmente las musulmanas que viven en Europa como emigrantes. Sus esquemas mentales son distintos de los nuestros. No digo mejores ni peores, sencillamente diferentes. Ellas claman por un cambio desde dentro de su propia cultura, no un cambio impuesto desde fuera, y cuando digo desde fuera quiero decir desde Occidente. Incluso las islamistas exigen un cambio, pero, en este caso, basado en la sharia o ley coránica.
Los movimientos de mujeres de Oriente Próximo, África, Asia... pueden estar de acuerdo con algunas reivindicaciones de las feministas occidentales, pero con otras discrepan abiertamente. Están de acuerdo en pedir la igualdad de oportunidades, el derecho al trabajo, a la educación, al sufragio universal. Pero se muestran en desacuerdo en temas como el de excluir a la familia de los "contratos matrimoniales", la libre elección de esposa o esposo -a veces, desde la infancia-, la dote de la novia, la existencia de tutores o mediadores no sólo para el matrimonio, sino también para el divorcio. Es decir, el sistema de familia nuclear prevalece sobre los derechos individuales de cada uno de sus miembros, sobre todo de las mujeres del clan.
Básicamente, el razonamiento es el siguiente: los derechos y responsabilidades del hombre y de la mujer ante Dios son iguales; deben ser devotos, caritativos, veraces, humildes, etcétera. La diferencia sólo radica en la diversificación de funciones que les toca desempeñar en la sociedad. En este sentido, hombres y mujeres tienen que ser complementarios, según la tradición islámica, en una organización dirigida a cubrir múltiples funciones familiares en contraposición con la competitividad que supone el binomio hombre-mujer, en una sociedad, como la nuestra, en la que cada cual va por libre.
De tal forma se estructuran las sociedades islámicas sobre la base de sus tradiciones que podríamos hablar de un feminismo incongruente desde nuestro punto de vista occidental y laico. No obstante, existen unos principios generales a considerar que atañen a todas las personas por encima de credos políticos y religión. Son unos principios básicos, explicitados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fueron duramente ganados a través de las turbulencias que siguieron a la Ilustración. El siglo XVIII, llamado de las luces, marca un antes y un después en la lucha por el respeto a los derechos más elementales del ser humano sea cual fuere su clase o condición. La revolución industrial hizo el resto al incorporar a la mujer, como fuerza de trabajo, al tejido productivo económico y social. Y ésta es la asignatura pendiente del mundo musulmán.
Obviamente que la discriminación de los derechos de la mujer no es exclusiva del mundo islámico. Lo que ocurre es que entre los musulmanes está muy arraigada y no ha menguado ni un ápice. En este contexto, no debemos olvidar los prejuicios sobre la mujer derivados de la civilización judeocristiana -patriarcal como la islámica-, que saca a Eva de una costilla de Adán, la responsabiliza del pecado original y la margina de la Iglesia y la sociedad, sometiéndola también al hombre. Baste recordar todas las admoniciones lanzadas contra la mujer desde san Pablo hasta los grandes padres de la Iglesia católica como san Agustín, Tertuliano, santo Tomás de Aquino y otros. Pero de aquello hace un montón de siglos y algo hemos avanzado, a pesar de credos y religiones.
La 'sunna' y la poligamia
La tradición o sunna en el islam es uno de sus pilares fundamentales. Así, la poligamia, extendida, en la época preislámica, por todas las tribus beduinas, incluida la de Abraham, el gran patriarca de las tres grandes religiones monoteístas -judaísmo, cristianismo e islamismo-, es tolerada y practicada por Mahoma. Hoy en día se contempla como una institución que tiende a caer en desuso por razones de precariedad económica, pero sigue practicándose, a pesar de que las feministas islámicas, en sus vidas privadas, lo aceptan difícilmente y sólo por imposición cuando sus circunstancias personales no les permiten optar por el divorcio. Ahí está la flagrante contradicción que viven muchas mujeres musulmanas, especialmente las de las élites acomodadas que han recibido educación y estudios universitarios.
En Marruecos, el movimiento islámico Justicia y Espiritualidad del anciano jeque Abdesalam Yassin -tolerado por el Gobierno, aunque prohibido cómo partido político- puso el grito en el cielo después de que, en el verano de 2000, el Gobierno del socialista Youssoufi prohibiera las playas exclusivas para islamistas, con apartados aislados para cada sexo, donde las mujeres debían bañarse cubiertas de la cabeza a los pies, mientras que los hombres lo podían hacer, en su reservado, con el típico bañador occidental. Tampoco sentó bien el Plan de Acción Nacional para la Integración de la Mujer, dentro de las medidas liberalizadoras emprendidas por el joven monarca Muhammad VI tras su llegada al trono, a causa de las tímidas reformas aperturistas que supone respecto a las mujeres.
Sucede que el machismo no solamente se halla enraizado entre la población masculina, sino que impregna también la mentalidad de las propias mujeres araboislámicas. No quedan tan lejos en el tiempo las prevenciones de nuestras madres cuando empezaron a ejercer las primeras mujeres médicas y la desconfianza hacia su capacidad profesional hacía que prefirieran seguir acudiendo a los tradicionales consultorios masculinos. O una serie de profesiones -como minera, periodista, bombera- que se consideraban "propias de hombres". En cuanto a la discriminación positiva por sexo, o política de cuotas para las mujeres, es una práctica muy en boga desde hace unos años en nuestro mundo rico, desarrollado y sobre todo liberal. Salvando las distancias, claro.
Pero ya sea en Rabat, Argel, Túnez, El Cairo, etcétera, mujeres como las marroquíes Fátima Mernissi y Leila Chafai, o las argelinas Salima Ghezali y Louisa Hanoun, o la feminista egipcia Nawal al Saadawi -llevada a juicio por herejías contra el islam-, por citar sólo unas cuantas, hacen frente al reto de conseguir superar el modelo patriarcal que impide la igualdad entre hombre y mujer, y, por tanto, la emancipación de esta última.
En los países araboislámicos, al igual que en Occidente, existe una realidad en alza que juega a favor de la mujer en este sentido: la necesidad de que la esposa aporte un salario complementario para tirar adelante la economía doméstica. Muchos esclavos se redimieron por el trabajo, y esta vía ha servido y sirve hoy a muchas mujeres para ganar pequeñas o grandes victorias en su lucha por la emancipación. El número de mujeres que trabajan, en puestos quizá poco cualificados y siempre mal remunerados, en el mundo musulmán va en aumento. Ello las obliga a salir de casa, donde permanecieron siglos encerradas, casi esclavas entre el analfabetismo y la tradición islámica, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. Al producirse la independencia de las colonias, el acceso de las mujeres a la educación aumentó espectacularmente. Es decir, la escolarización de las niñas pasó de ser prácticamente nula, sobre todo en el campo, y mínima en las clases económicamente privilegiadas (en Marruecos, el promedio en el momento de su independencia era de un 13%), a verse espectacularmente multiplicada, aunque los índices de analfabetismo femenino -como hemos visto anteriormente- se mantengan en unos niveles intolerables a estas alturas.
El derecho a la educación es el gran ausente en todos los códigos de familia y estatutos personales que rigen en los países araboislámicos. Pero en los últimos años estas naciones han sufrido importantes cambios tanto políticos como sociales: la emigración del campo a la ciudad, la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, la escolarización de las niñas, etcétera. En definitiva, lo que la marroquí Leila Chafai, doctora en sociología, llama "la feminización del espacio público". Dice Chafai: "Muchas familias, sobre todo en las ciudades, ya viven fuera de la ley, es decir, no sujetas a la mudawana. La mujer se casa con un hombre menos machista, puede exigir fácilmente sus derechos, puesto que ella también tiene el poder económico y sobre todo su autonomía. El nuevo espacio doméstico sólo da cabida a una sola mujer, un marido, algunos hijos y la tutela familiar no existe. Así, desde marzo de 1992, las organizaciones feministas se movilizaron por el cambio del 'estatuto personal' exigiendo una ley igualitaria y exponiendo sus reivindicaciones en prensa, radio y televisión. Al fin, las enmiendas aportadas a la mudawana [en Marruecos] llegaron en septiembre del año siguiente".
Las reformas fueron de mínimos, pero algo se consiguió. Por ejemplo, se flexibilizaron disposiciones relativas a la exigencia de los imprescindibles tutores matrimoniales, o la incapacitación de las madres como administradoras de los bienes de sus hijos a la muerte del marido, o la facilidad para el hombre de obtener el divorcio sin mediación judicial, lo cual venía a ser un repudio encubierto. Se desoyó una de las principales reivindicaciones de las organizaciones de mujeres: la abolición de la poligamia, así como la supresión de la tutela sobre sus vidas (ahora sólo paterna), que las convierte en eternas menores de edad.
Y cuando, en el año 2000, el Gobierno socialista de Youssoufi -animado por el ánimo aperturista y liberal del nuevo rey Muhammad VI- presentó un proyecto de reformas serias del estatuto personal de la mujer, aumentando la edad del matrimonio de los 15 a los 18 años, reemplazando el repudio por el divorcio o prohibiendo la poligamia, los grupos islamistas empezaron a movilizar a sus gentes en continuas manifestaciones con el argumento de que tales reformas "abrirían la puerta a la prostitución". Las asociaciones de mujeres emergieron en toda la comunidad musulmana, sobre todo a partir de los años ochenta. Sería largo enumerarlas una a una. Lo fundamental es destacar la importancia que todas conceden no sólo a la escolarización primaria, sino especialmente a la educación secundaria. Porque la instrucción modifica las relaciones con las madres, a menudo analfabetas, que no saben cómo reaccionar ante estas hijas contestatarias cuyas reivindicaciones no entienden. No es así en todos los casos, naturalmente. Algunas se solidarizan con unas aspiraciones quizá soñadas por ellas en su juventud.
Túnez: ni sumisas ni liberadas
De entre los países del Magreb (norte de África), Túnez es el país con un sistema jurídico menos discriminatorio para la mujer, al menos sobre el papel. La poligamia y el repudio están prohibidos, el divorcio se halla al alcance de las mujeres en condiciones equitativas y la escolarización de las niñas es pública aun cuando siga habiendo un índice de analfabetas inaceptable. Seguramente, las tunecinas son las mujeres más emancipadas del mundo árabe, excepción hecha de Irak y Siria, cuyos regímenes baazistas de distinto signo, pero laicos ambos, conceden una mayor autonomía a las mujeres, al menos sobre el papel. El hecho es que Túnez ha conseguido hacer grandes avances en el plano jurídico respecto a las mujeres, flexibilizando su estatuto personal al máximo. Sin embargo, sobre el terreno, el comportamiento de la mayoría de las mujeres sigue condicionado por una serie de tabúes, entre los cuales el más significativo es el relativo a la sexualidad. Un sondeo que se realizó en 1993 entre la población femenina sobre la tradición de llegar virgen al matrimonio arrojaba un pasmoso 87% a favor. Un 60% concibe la actividad sexual como un deber impuesto por la sociedad y la religión. Las jóvenes que practican el sexo antes del matrimonio -que las hay- tienen el recurso de acudir al cirujano. En Túnez, como en Marruecos, Argelia, etcétera, hay médicos que cobran sumas exorbitantes por dejar un himen como nuevo para que el inadvertido esposo disfrute de una noche de bodas como Dios manda. Claro que estos engaños quedan restringidos generalmente a las chicas de clases acomodadas o con poder económico suficiente para pagar la factura de la intervención quirúrgica.
Saida Douki, profesora de psiquiatría del hospital Razi de Manouba (Túnez), apunta a las propias mujeres como las responsables de no tomar ni aun lo que la ley les concede y de educar a sus hijos en el machismo más puro y duro. "Son ellas, las madres, las educadoras de hombres", dice la doctora Douki en unas declaraciones recogidas por Samy Ghorbal en L'Intelligent, "las que perpetúan el modelo tradicional [...]. Encerrada en su maternidad, la mujer guarda el poder de prolongar indefinidamente los lazos exclusivos, casi incestuosos, que la unen a sus hijos varones. Ella los educa en el culto a su virilidad y a su superioridad al mismo tiempo que inculca a sus hijas la idea de que deben aceptar los límites de su condición". Esta idea se halla también destacada por Camille Lacoste- Dujardin en su libro sobre patriarcado y maternidad en el mundo árabe, Las madres contra las mujeres, cuando dice: "La joven madre, colmada por la presencia de este pequeño varón que ha creado, lo llena de caricias que contribuyen a despertar su sensualidad. Los juegos de contacto corporal, roces, masajes, mordisqueos, no evitan ningún lugar del cuerpo de este niño, y el sexo del pequeño varón es especialmente objeto de múltiples atenciones, solicitaciones y juegos por parte de la joven madre, que pasa así con mucha facilidad de lo lúdico a lo erótico. Esta proximidad activa establece entre la madre y el bebé una relación muy estrecha, muy rica, muy completa". No es de extrañar que el vínculo con la madre persista y tenga un gran peso, más tarde, a lo largo de toda la vida adulta del hijo.
Para Saida Douki, el matrimonio del hijo no pone fin a esta relación de dependencia, sino que, por el contrario, afirma el triunfo de la madre, que le elige la esposa y que se interpondrá permanentemente entre ésta y su marido. Destaca Douki que la función de la poligamia es un obstáculo casi insalvable para instaurar una relación privilegiada con una sola mujer en detrimento de la relación con la madre. Porque para el marido con más de una esposa, la verdadera mujer de su vida será siempre la madre. Para terminar, esta eminente psiquiatra tunecina, tras insistir en que las madres son las que construyen la misoginia de los hombres y que su relación con los hijos hace a éstos incapaces de poder establecer relaciones de igualdad con otras mujeres, pide una mayor implicación del padre en la educación de los hijos dentro del hogar con el fin de construir una vida de familia triangular más sana. También hace hincapié en el acceso de las jóvenes a la enseñanza secundaria y superior y al trabajo como único medio de emanciparse.
María Dolores Masana
Fuente: El País
01/02/2004
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